En Madrid, capital de la poesía, según reza un reciente reclamo, tuvo lugar la presentación del libro Las horas descontadas, de Carlos Guerrero. El acto, en el que intervinieron el poeta y editor Pablo Méndez (Ed. Vitruvio), la escritora Sonsoles Sáez, el poeta Domingo F. Faílde y el propio autor, se celebró el pasado jueves, día 16 de diciembre, en la Fundación El Tomillo.
Carlos Guerrero -dijo Domingo F. Faílde en sus palabras de presentación- nació en Zamora, vivió, creció y trabajó muchos años en Ceuta, cursó estudios medios y superiores en Madrid y, por distintas razones, ha residido en diversos lugares de España, hasta recalar en el retiro dorado de Sabinillas, un oasis junto al Mediterráneo, a caballo entre Málaga y Cádiz. En razón de su edad, debemos ubicarlo cronológicamente en la generación del 70, con todas sus consecuencias, al menos en lo que concierne a su educación sentimental; como castellano-leonés, hay que buscar en su genoma lírico secuencias de ADN que lo acercan a voces tan señeras como León Felipe, el gran olvidado de Tábara, Claudio Rodríguez y, desde luego, Jesús Hilario Tundidor. Y si el influjo andaluz lo acerca a Bécquer y Cernuda, debe a Madrid su aliento cosmopolita y al ambiente coetáneo una forma de ser y estar en el mundo, de verlo y entenderlo, de integrarse en el tren de la historia.
Sin embargo, la deuda de Guerrero con Cernuda vendría a ser la misma que éste contrajo con Bécquer, igualmente acreedor de Machado y, en definitiva, de todos aquellos poetas que, entre la brillantez retórica y el desnudo esplendor de la claridad, optan por esta última y, sin precipitarse en el prosaísmo, gustan de pasear por el filo de la navaja, que ellos incluso afilan más todavía con su dicción audaz e indudables hallazgos expresivos, ocultando bajo la sencillez de un disfraz el a veces complejo entramado de su propia experiencia.
Así, Con las horas contadas, el dramático libro de Luis Cernuda, constituye un ajuste cuentas con la vida, y el autor, consciente de la inminencia del fin, se arroja a las llamas del deseo, buscando en ellas la imposible salvación. Las horas descontadas plantean la cuestión de otra manera. Que la vida es fugaz lo saben desde siempre los poetas, que han llenado millares de páginas con este lugar común. Guerrero, sin embargo, consciente de esta trágica realidad, urde una maniobra dilatoria y, al igual que Darío, rey de los persas, manda llamar a sus hijos y los hace venir de regiones remotas, el poeta detiene el reloj y la partida de ajedrez que le juega a la vida queda, por tanto, en suspenso: nada va a suceder –son las reglas del juego- hasta que su rival mueva ficha. Mientras esto sucede, rebobina, desanda la existencia y, uno a uno, van poniéndose en marcha los recuerdos, emprendiendo su anábasis peculiar.
Esta especie de retirada, este repliegue aplazador de la muerte, comporta un viaje al que alguien denominó paraíso de la infancia. O de la adolescencia. O de la juventud. Pero, como se sabe, es la conciencia de pérdida lo que convierte a un lugar o una época en el espacio/ tiempo mitológicos que, siguiendo a Manrique, es, por pasado, mejor. Éste es el ámbito de Las horas descontadas, que, más allá de la anécdota y la utopía, que destacan iconos generacionales, se agazapa el retrato moral de un país, de unos años y la generación que le tocó habitarlos, componiendo un discurso polivalente: los juegos infantiles, las meriendas con pan y chocolate, el descubrimiento de la sexualidad, etc., etc., nos levantan los naipes de la educación sentimental del yo-lírico y crean una atmósfera a cuyo abrigo muestran sus estambres los temas obligados de toda gran poesía. El incierto sentido de la vida, el inexorable y veloz transcurso del tiempo, el binomio amor/desamor, la memoria y la muerte, comparecen en el discurso y lo hacen sin estridencias, asomando por la ventana que el autor les franquea, sujetos a su anhelo de equilibrio.
Este afán se refleja en la propia estructura del libro. Partiendo de un poema que, a modo de prolepsis, despeja la atmósfera del conjunto, el autor, en una especie de traveling cinematográfico, se acerca a la voz lírica. Está mirando el mar, a la luz de la luna, y enciende un cigarrillo. A partir de ese instante, un flash-back nos acerca y aleja de un pasado, que irá tomando forma y cobrando vida, a lo largo de los 50 poemas, repartidos en cuatro partes, que componen la entrega, dividiendo la andadura del poeta en cuatro momentos de luz: amanecer, mediodía, ocaso y noche cerrada, con un simbolismo evidente. De forma simultánea, de la gozosa celebración inicial iremos, poco a poco, trasladándonos al registro elegíaco del último capítulo, donde el presentimiento de la consumación adquiere dimensiones bellamente desoladoras: nada, pues, hay detrás de la puesta del sol, sino la persistencia del frío.
El acto transcurrió con gran brillantez y, como suele ser costumbre en este tipo de eventos, se prolongó hasta altas horas de la madrugada en un céntrico restaurante de la capital del Estado.
Redacción.-