En ciudades como Jerez, la cultura y el arte suelen ir de oca en oca y tiran porque le tocan o, mejor dicho, cuando le tocan –por tonadillas, soleares o rap- esas que, aunque llamadas fuerzas vivas, andan por lo común bastante mustias, incapaces incluso de moverse sino cuando el prohombre o profémina de turno mueve los hilos del polichinela. Así de triste, sí; tanto que, en otros tiempos, sin duda más brillantes, artistas de la talla de Lorca y Dalí adaptaron el adjetivo putrefacto a ese espécimen de cultura que hoy, impúdicamente, se predica políticamente correcta, a costa de inmolar el más noble artefacto de la obra de arte, es decir, su capacidad de sorprender y su voluntad de transgredir. La heterodoxia, sin ir más lejos.
Charo Escobar, arquitecta de probado talento, en la cima de su creatividad, es, ha sido y va a seguir siendo el reverso de aquellas fuerzas vivas que rigen el destino de los pueblos muertos, y ello precisamente gracias a una vitalidad irresistible que, como el movimiento, ella demuestra andando, lo mismo si se trata de abrazar la utopía o de arrimar el hombro a favor de esas causas que, por perdidas, a todos nos precipitan en la derrota. Se podría decir que es una musa atípica, antónimo de diva y, sin embargo, siempre protagonista de su propia existencia y el gozoso estallido, tanto ético como estético, generado a su alrededor. Vamos, la heterodoxia.
La última sorpresa –en el mejor sentido de la palabra- nos la dio el viernes 20, al convertir su estudio, bellamente diseñado, en una luminosa y acogedora sala de arte -¡mucho más que una galería!-, donde cuadros y esculturas conviven entre el blanco austero de las paredes, algunos muebles indispensables de vanguardista factura y, sobre todo, libros, muchos libros, en los que, suavemente, reverbera la música, creándose una atmósfera que consigue integrar al visitante en el espacio casi íntimo de la creación, pues los grandes milagros son así de sencillos y cotidianos, si hay por medio quien sepa traducir el misterio y encontrar un lenguaje para hacerlo entender.
Los honores de la inauguración recayeron, con todas las de la ley, en tres artistas plásticos radicados en Gaucín, un plácido y pintoresco municipio de la provincia de Málaga, desde cuyas alturas, en las primeras elevaciones de de la serranía rondeña, se divisa el Mediterráneo y, estando limpio el cielo, las cadenas costeras de Marruecos. Y allí, en Gaucín, según nos comenta la propia Charo Escobar, hay afincados unos 20 artistas con estudio propio, que, no obstante la diversidad de sus propuestas estéticas, celebran cada año, en primavera, unas jornadas de puertas abiertas para todos aquellos que quieran visitarlos. El inglés Jim Rattenbury y los madrileños Juan Antonio Sangil y Ana Pellón son los tres aludidos.
Jim Rattenbury (Londres, 1947) es pintor y escultor de formas abstractas con una larga trayectoria a sus espaldas, pues expuso por vez primera en 1982 (Galerie Marlyse Jossevel, Zurich) y lo ha hecho desde entonces en al menos veinte ocasiones individualmente y en veintisiete muestras colectivas, siendo muy elogiado por la crítica.
Por su parte, Juan Antonio Sangil es escultor y profesor de la Escuela Oficial de Cerámica de Madrid. Con el barro, consigue texturas de apariencia pétrea que él modela con formas sencillas.
Ana Pellón, por último, es pintora de corte expresionista, con algunos ribetes de surrealismo y muy inclinada a mezclar en su paleta una gran variedad de materiales pictóricos.
La exposición estará abierta hasta el próximo 4 de diciembre.
Redacción.-