Mostrar unas ruinas a golpe de teatro puede ser aventura sorprendente o un fracaso total y, en otro orden de cosas, un recurso muy poco innovador, no siempre comprendido por un público variopinto, que lo mismo se arroba con los diálogos y el paisaje que se mira el reloj, a ver si ya es la hora del bocadillo. Eso, naturalmente, sin contar con la omnímoda autoridad del conductor, dispuesto a no ceder un milésima de segundo, o la intransigencia de los gestores de horca y cuchillo, para quienes un drama y el botellón son más o menos lo mismo.
Claro que, a veces, como había advertido, irrumpe la sorpresa en el escenario y toda la ciudad, levantándose sobre sus vestigios, cobra vida y, al hilo de la moda de otro tiempo, sigue al actor, escucha cuando él habla, se detiene cuando él hace un alto, se emociona con sus lágrimas, se divierte con sus picardías, carajo, qué poder el de los actores, ayer, como ahora y siempre.
Entre bromas y veras, latines de andar por casa y parrafadas cultas, emprendimos viaje por el túnel del tiempo. Y allí, en el puerto de Baelo Claudia, echó anclas nuestra falúa. Un magistrado salió a recibirnos. Con su toga impecable y unos raros coturnos, él, iniciado en los misterios de Isis, según se derivaba de sus monólogos, nos enseñó el secreto de aquella urbe, escrito en los lugares que íbamos visitando: el acueducto, el foro, el templo de la diosa, el teatro hermosísimo… El mar ya estaba allí, lleno de atunes, señalando el camino de todos los ensueños.
La voz de Alfonso Páez, su dicción espontánea y natural, su exquisita elegancia, llenaban el recinto, al que la agilidad y belleza de una auténtica puella gaditana añadía ese toque de juventud que hace grande a un imperio, si hay un maestro que le da el testigo.
Ayer hubo un actor en Baelo Claudia. Un fingidor. Un histrión. Que en eso consiste su oficio. Y yo le creí.
© Domingo F. Faílde.-
Claro que, a veces, como había advertido, irrumpe la sorpresa en el escenario y toda la ciudad, levantándose sobre sus vestigios, cobra vida y, al hilo de la moda de otro tiempo, sigue al actor, escucha cuando él habla, se detiene cuando él hace un alto, se emociona con sus lágrimas, se divierte con sus picardías, carajo, qué poder el de los actores, ayer, como ahora y siempre.
Entre bromas y veras, latines de andar por casa y parrafadas cultas, emprendimos viaje por el túnel del tiempo. Y allí, en el puerto de Baelo Claudia, echó anclas nuestra falúa. Un magistrado salió a recibirnos. Con su toga impecable y unos raros coturnos, él, iniciado en los misterios de Isis, según se derivaba de sus monólogos, nos enseñó el secreto de aquella urbe, escrito en los lugares que íbamos visitando: el acueducto, el foro, el templo de la diosa, el teatro hermosísimo… El mar ya estaba allí, lleno de atunes, señalando el camino de todos los ensueños.
La voz de Alfonso Páez, su dicción espontánea y natural, su exquisita elegancia, llenaban el recinto, al que la agilidad y belleza de una auténtica puella gaditana añadía ese toque de juventud que hace grande a un imperio, si hay un maestro que le da el testigo.
Ayer hubo un actor en Baelo Claudia. Un fingidor. Un histrión. Que en eso consiste su oficio. Y yo le creí.
© Domingo F. Faílde.-