Después de muchos años consagrados –inmolados, incluso- a la literatura, una veintena de libros en los anaqueles y una copiosa nómina de premios, quien se acerque a la obra de Dolors Alberola, rica en registros, variada por su culto a la amenidad –aquel delectandum docere, que dijo Cicerón- y, por su demostrado dominio del lenguaje, versátil, llegará fácilmente a la conclusión de que, en medio de tanta abundancia y diversidad, sobresalen –es de rigor- las obsesiones fundamentales de la autora: el tiempo, el dolor y la muerte. Y, como todo engendre su contrario, situaremos en el otro platillo de la balanza el contrapeso hermoso del amor, el culto a la palabra y al poema y esa santa locura, casi mística, que la conduce al número pitagórico, a la armonía del cosmos y a la intuición de la divinidad. Sobre estos elementos ha construido un universo propio que, por medio del lenguaje de la poesía, abre todas sus puertas y ventanas, se hace comunicable, se propone a la participación.
Pero, volviendo a las obsesiones que acabamos de enumerar, supongamos que las primeras conforman un espacio negativo o, al menos, oscuro, en tanto sus contrarias –o supuestas contrarias- iluminan un ámbito positivo. Si se juntan aquellas, si se abre en el verso la caja de Pandora y, en fin, se les permite, campar por sus respetos en el verbo, el resultado será un libro negro, como éste que presentamos.
Así es. El libro negro, publicado por Huerga & Fierro, tras haber obtenido el XI Premio para Poetas Andaluces “Ciudad de San Fernando”, es la culminación de una trilogía que actualiza, condensa y conduce a la perfección el sentido más hondo de toda la obra de Dolors Alberola, compuesta por éste, por Acaso más allá, premio José Luís Núñez, y El don del unicornio, premio Ernestina de Champourcin. Si el último se centra en el dolor, representado por catástrofes conocidas, la ignominia del holocausto perpetrado por el nazismo y el horror de las guerras, el anterior traspasa el umbral de la muerte para indagar la luz que alumbre este otro lado o, si así se prefiere, para robar nuevamente a los dioses el fuego de Prometeo y acercarlo a los hombres en las tribulaciones más grandes de su historia, cuando todo se desmorona y no hay respuesta alguna a no ser esa especie de huida hacia delante que, en vez de a la ruina o el desfalco, nos aboca a la única esperanza. Por fin, El libro negro, podría presentarse como la síntesis dialéctica de los dos mencionados, pues en él, en efecto, encontramos dolor y nos damos de bruces con la muerte y nos vemos, tal somos, zambullidos en la piscina del tiempo, arañando las sombras, la negrura del ser y nuestro mundo, buscando sin embargo una tabla de salvación.
Mas vayamos por partes y con tiento, pues los conceptos y explicaciones convencionales resultan peligrosos si se aplican a una escritura poco o nada convencional, que reniega del tópico y explora soluciones mucho más imaginativas, con la audacia de quien, en vez de formular teorías científicas, propone una aventura, un viaje al abismo, aun cuando sabe bien puede no haber regreso y quedar, como Laika, la perra cosmonauta –que aparece, por cierto, en otro libro reciente, Arte de perros- satelizada en la inmensidad: éste es, quizás, el destino del hombre, si la cifra que lo designa no retorna a los brazos simbólicos del Uno (De lo intangible, pág. 30).
Sería atroz, desde luego, no menos que la angustia desprendida por esta interrogante, tenida desde siempre como clave de todos los misterios. La existencia, como el hombre que pasa cada tarde por delante de la ventana del estudio de la poeta, canta siempre la misma estrofa (pág. 13). El monótono tarareo del hombrecillo nos remite a una rueca que gira sin descanso, entonando aquella salmodia que pone voz a la soledad. El personaje de nuestra parábola es un instante apenas en el tiempo, esto es: existe, a no ser que vivamos –como el Augusto Pérez unamuniano- a bordo del sueño de alguien y todo, en consecuencia, se reduzca al Espejismo que titula el poema de la página 16.
Pero ni esto siquiera sabemos y, mientras la evidencia apunte hacia lo oscuro, nos vemos obligados a cargar con el peso de tanta desolación. El mundo, desde luego, no es el país de Alicia, que describen las páginas 25 y 26 en clave muy distinta al de las maravillas, imaginado por Lewis Carroll, pues somos muerte y engendramos muerte. E incluso al acercarnos a aquel tópico clásico del carpe diem (pág. 35), la autora va más lejos que Ausonio y Garcilaso, y si estos veían la vejez como salida de la juventud, ella ve sólo muerte: Morir como una recta o un declive,/ o un sol, cuando la tarde derrota sus caudales./ Morir, tal vez no haber sido ya nunca/ -quizás, o convertirse en silencio profundo, afirma en el poema titulado Instantánea (pág. 36). Muertos entre los muertos, la historia es un catálogo de catástrofes, ante el que sólo cabe hacer preguntas y esperar la respuesta acaso en vano, temiendo que, si sueño es nuestra vida, el despertar sea un sueño más negro aún.
Esta inquietante tesis, implícita en la obra de Dolors Alberola, conduce a una intuición visionaria que le ha proporcionado momentos muy brillantes y una gran originalidad: la idea de que el tiempo, como ya advirtió Kant, es sólo un referente o marco donde el hombre sitúa su experiencia deja paso a la sugestión de su inmovilidad. El tiempo, inaprehensible en su fugacidad o potencia tan sólo en continuo proceso de transcurrir se emplaza en un presente que todo lo contiene, de modo que el ayer, hoy y mañana coexisten, simplemente, acaso porque son meras secuencias de otro ser que nos piensa o, como ya se ha dicho, nos sueña. De ahí la inclinación de la poeta a anular en el texto tanto el tiempo como el espacio, lo cual constituye una de las características más notables y personales de su poética. Así, en El monte trémulo (2004), el autobús que tiene su parada junto al Parque de Bomberos, se mezcla con María Magdalena o los trenes del 11-M , en Esa mujer de Lot (2005), con muchachos americanos en cuya camiseta se publicita la imagen de Bush, los habitantes de Sodoma o las mujeres afganas, sin que nunca se incurra en anacronismos ni el recurso se quede en un mero alarde. De la misma manera, la autora de El libro negro recorre en este libro paisajes diferentes y diferentes épocas. La vemos en su casa jerezana, paseando por el Sena o a la orilla del mar, en China con las niñas repudiadas, en la antigua Roma o comprando en un supermercado cualquiera, cruzándose con Lesbia, con la memoria de Alfonsina Storni y, cómo no, con sus propias ensoñaciones, que lo son en idéntica medida de un mundo concebido desde el deseo, pero instalado –cernudianamente- en la realidad. Todo se mezcla, en fin, componiendo un mosaico abigarrado que, al suprimir la historia, se resuelve en una especie de pambiologismo –vamos a designarlo con este vocablo de mi invención- donde se dan la mano vivos y muertos, nacidos y por nacer, en espacios que exceden todo límite. En el poema Encrucijada (pág. 33), leemos lo siguiente: Convivimos sin tiempo y todo tiempo/ se une en derredor.
Objetará el lector, no sin motivo, que tras esta visión del espacio y el tiempo ha de alentar, por fuerza, una esperanza de eternidad y, por tanto, la superación de la muerte. Y es cierto. El temor de la autora, su obsesión lancinante, su más atroz pesadilla descansa justamente en el temor de que, al despertar, se frustre esa esperanza y triunfe esa muerte en la que no puede ni quiere creer, contra toda razón y evidencia. El poema Ladrón de sueños (pág. 43) termina con estos versos certeros: Le estoy robando a Dios su arquitectura/ por si acaso no hay nada tras la muerte.
Desde luego, no estamos ante un libro apocalíptico, heraldo de catástrofes, ni tampoco se trata de un alarde de fe. La religiosidad de El libro negro, si es que hay alguna, habría que buscarla en su incursión continua en el misterio, tributaria de la pasión vital de la autora. Ella, que ama a la vida, pero que, sin embargo, se sabe abocada a la muerte, se empeña en construir esa esperanza utópica o ensoñación de inmortalidad a través de lo que, al principio, situamos –recuérdenlo- en el otro platillo de la balanza; es decir: el contrapeso hermoso del amor, el culto a la palabra y al poema y esa santa locura, casi mística, que la conduce al número pitagórico, a la armonía del cosmos y a la intuición de la divinidad.
Pasamos, pues, del lado que llamamos oscuro –lo cual no deja de parecernos convencional- al otro, luminoso, que transforma lo negro en blanco o, mejor todavía, que, a modo de damero, realiza la unidad de los contrarios, tal como ocurre en la realidad.
Si la primera parte, titulada Prefacio, nos pone en situación, y Canon, la segunda, seguida de Testamento y memoria, nos desarrollan todo lo enunciado, la última, haciendo honor al título, constituye un auténtico Puente al alba, por cuanto el resplandor que de la oscuridad se desprende se abre aquí, silencioso, dejando en su interlínea el legado poético de la autora: su amor a la vida, su amor a los seres que la transitan y, por supuesto, esas herramientas de salvación que, desde los comienzos, habían comparecido ante los lectores: los sentimientos (el amor, en particular), la poesía, nos salvan de la muerte, nos aferran al tren de la eternidad.
Porque, a pesar de todo, el mundo es bello, aunque aparezcan, de vez en cuando, esos lentos aviones del poema Mirando las alturas (pág. 14), rompiendo la armonía. El poeta, mediante la palabra, está llamado a reconstruirla, investido de su propia, creadora potestad: Ayer yo tuve fe,/ supe la eternidad y sus arcanos, compartí todo pan y fui tu sangre./ Hoy comulgo la vida, recordando/ que el universo entero es sólo piel, guijarros de la piel contra un camino,/ sequedad de la piel, pompa de angustia.// Pero ayer yo fui dios, y recreé mi sombra (pág. 15).
La sombra. O sea, la imagen, proyectada sobre la pared de Platón. Tienen gran importancia las imágenes en la obra poética de Dolors Alberola, y no me estoy refiriendo –al menos, en lo que respecta a este libro- a las metáforas habituales, sinécdoques y demás, de las que se reputa maestra consumada, sino de aquella otra, la imagen visionaria –así la denominaba Carlos Bousoño-, que, con pocas palabras, describe universos. Los poemas de El libro negro se construyen sobre este tipo de imágenes, aunque no todas, naturalmente, sean cósmicas: Le estoy robando al tiempo cada imagen (pág. 43), nos dice, y las suyas, sin duda, están dotadas de una gran eficacia significativa y la habilidad de crear espacios simbólicos en los cuales la anécdota, la experiencia o el pretexto son trascendidos para remitirnos a un significado de perfecto diseño, donde suelen residir las líneas maestras del libro en su conjunto y los distintos textos. En efecto, los poemas de Dolors Alberola son perfectas arquitecturas, aderezadas al fin comunicativo que los origina, en cuyo logro suele desplegarse toda una batería de recursos que, utilizados con destreza suma, no gravan –al menos, en exceso- la expresión, pero sí delimitan la idea y enriquecen su contexto significativo.
La influencia del surrealismo discurre solapada en estos versos, infundiéndoles ese tono –insisto- visionario o ensoñador –mágico, en definitiva: La magia verbal es, sin lugar a dudas, uno de los rasgos definitorios de su quehacer poético - que nos asalta por todas partes. Ello, sin que pierda el discurso esa pátina amable del lenguaje sencillo y hasta confidencial, que se asienta en la palabra, fundamental casi siempre, bruñida muchas veces, estableciendo un sabio y equilibrio entre la herencia clásica, necesaria, y la innovación vanguardista, imprescindible. El poema es un salto hacia adelante y posee en el lenguaje esa pértiga propulsora, capaz de catapultarlo.
Por lo demás –lo he dicho muchas veces y este libro lo corrobora-, lirismo y pensamiento son las fuerzas fundamentales que se aúnan en la poesía de Dolors Alberola. El primero se nutre de la interiorización de lo externo, en tanto que el segundo exterioriza lo interno. De aquí que en el poema convivan sin fisuras, en total armonía, para expresar lo utópico, es decir, una cosmovisión trenzada en las verdades ontológicas que, sólo más allá de la mera razón, la mirada poética logra desentrañar.
© Domingo F. Faílde, 2006
Pero, volviendo a las obsesiones que acabamos de enumerar, supongamos que las primeras conforman un espacio negativo o, al menos, oscuro, en tanto sus contrarias –o supuestas contrarias- iluminan un ámbito positivo. Si se juntan aquellas, si se abre en el verso la caja de Pandora y, en fin, se les permite, campar por sus respetos en el verbo, el resultado será un libro negro, como éste que presentamos.
Así es. El libro negro, publicado por Huerga & Fierro, tras haber obtenido el XI Premio para Poetas Andaluces “Ciudad de San Fernando”, es la culminación de una trilogía que actualiza, condensa y conduce a la perfección el sentido más hondo de toda la obra de Dolors Alberola, compuesta por éste, por Acaso más allá, premio José Luís Núñez, y El don del unicornio, premio Ernestina de Champourcin. Si el último se centra en el dolor, representado por catástrofes conocidas, la ignominia del holocausto perpetrado por el nazismo y el horror de las guerras, el anterior traspasa el umbral de la muerte para indagar la luz que alumbre este otro lado o, si así se prefiere, para robar nuevamente a los dioses el fuego de Prometeo y acercarlo a los hombres en las tribulaciones más grandes de su historia, cuando todo se desmorona y no hay respuesta alguna a no ser esa especie de huida hacia delante que, en vez de a la ruina o el desfalco, nos aboca a la única esperanza. Por fin, El libro negro, podría presentarse como la síntesis dialéctica de los dos mencionados, pues en él, en efecto, encontramos dolor y nos damos de bruces con la muerte y nos vemos, tal somos, zambullidos en la piscina del tiempo, arañando las sombras, la negrura del ser y nuestro mundo, buscando sin embargo una tabla de salvación.
Mas vayamos por partes y con tiento, pues los conceptos y explicaciones convencionales resultan peligrosos si se aplican a una escritura poco o nada convencional, que reniega del tópico y explora soluciones mucho más imaginativas, con la audacia de quien, en vez de formular teorías científicas, propone una aventura, un viaje al abismo, aun cuando sabe bien puede no haber regreso y quedar, como Laika, la perra cosmonauta –que aparece, por cierto, en otro libro reciente, Arte de perros- satelizada en la inmensidad: éste es, quizás, el destino del hombre, si la cifra que lo designa no retorna a los brazos simbólicos del Uno (De lo intangible, pág. 30).
Sería atroz, desde luego, no menos que la angustia desprendida por esta interrogante, tenida desde siempre como clave de todos los misterios. La existencia, como el hombre que pasa cada tarde por delante de la ventana del estudio de la poeta, canta siempre la misma estrofa (pág. 13). El monótono tarareo del hombrecillo nos remite a una rueca que gira sin descanso, entonando aquella salmodia que pone voz a la soledad. El personaje de nuestra parábola es un instante apenas en el tiempo, esto es: existe, a no ser que vivamos –como el Augusto Pérez unamuniano- a bordo del sueño de alguien y todo, en consecuencia, se reduzca al Espejismo que titula el poema de la página 16.
Pero ni esto siquiera sabemos y, mientras la evidencia apunte hacia lo oscuro, nos vemos obligados a cargar con el peso de tanta desolación. El mundo, desde luego, no es el país de Alicia, que describen las páginas 25 y 26 en clave muy distinta al de las maravillas, imaginado por Lewis Carroll, pues somos muerte y engendramos muerte. E incluso al acercarnos a aquel tópico clásico del carpe diem (pág. 35), la autora va más lejos que Ausonio y Garcilaso, y si estos veían la vejez como salida de la juventud, ella ve sólo muerte: Morir como una recta o un declive,/ o un sol, cuando la tarde derrota sus caudales./ Morir, tal vez no haber sido ya nunca/ -quizás, o convertirse en silencio profundo, afirma en el poema titulado Instantánea (pág. 36). Muertos entre los muertos, la historia es un catálogo de catástrofes, ante el que sólo cabe hacer preguntas y esperar la respuesta acaso en vano, temiendo que, si sueño es nuestra vida, el despertar sea un sueño más negro aún.
Esta inquietante tesis, implícita en la obra de Dolors Alberola, conduce a una intuición visionaria que le ha proporcionado momentos muy brillantes y una gran originalidad: la idea de que el tiempo, como ya advirtió Kant, es sólo un referente o marco donde el hombre sitúa su experiencia deja paso a la sugestión de su inmovilidad. El tiempo, inaprehensible en su fugacidad o potencia tan sólo en continuo proceso de transcurrir se emplaza en un presente que todo lo contiene, de modo que el ayer, hoy y mañana coexisten, simplemente, acaso porque son meras secuencias de otro ser que nos piensa o, como ya se ha dicho, nos sueña. De ahí la inclinación de la poeta a anular en el texto tanto el tiempo como el espacio, lo cual constituye una de las características más notables y personales de su poética. Así, en El monte trémulo (2004), el autobús que tiene su parada junto al Parque de Bomberos, se mezcla con María Magdalena o los trenes del 11-M , en Esa mujer de Lot (2005), con muchachos americanos en cuya camiseta se publicita la imagen de Bush, los habitantes de Sodoma o las mujeres afganas, sin que nunca se incurra en anacronismos ni el recurso se quede en un mero alarde. De la misma manera, la autora de El libro negro recorre en este libro paisajes diferentes y diferentes épocas. La vemos en su casa jerezana, paseando por el Sena o a la orilla del mar, en China con las niñas repudiadas, en la antigua Roma o comprando en un supermercado cualquiera, cruzándose con Lesbia, con la memoria de Alfonsina Storni y, cómo no, con sus propias ensoñaciones, que lo son en idéntica medida de un mundo concebido desde el deseo, pero instalado –cernudianamente- en la realidad. Todo se mezcla, en fin, componiendo un mosaico abigarrado que, al suprimir la historia, se resuelve en una especie de pambiologismo –vamos a designarlo con este vocablo de mi invención- donde se dan la mano vivos y muertos, nacidos y por nacer, en espacios que exceden todo límite. En el poema Encrucijada (pág. 33), leemos lo siguiente: Convivimos sin tiempo y todo tiempo/ se une en derredor.
Objetará el lector, no sin motivo, que tras esta visión del espacio y el tiempo ha de alentar, por fuerza, una esperanza de eternidad y, por tanto, la superación de la muerte. Y es cierto. El temor de la autora, su obsesión lancinante, su más atroz pesadilla descansa justamente en el temor de que, al despertar, se frustre esa esperanza y triunfe esa muerte en la que no puede ni quiere creer, contra toda razón y evidencia. El poema Ladrón de sueños (pág. 43) termina con estos versos certeros: Le estoy robando a Dios su arquitectura/ por si acaso no hay nada tras la muerte.
Desde luego, no estamos ante un libro apocalíptico, heraldo de catástrofes, ni tampoco se trata de un alarde de fe. La religiosidad de El libro negro, si es que hay alguna, habría que buscarla en su incursión continua en el misterio, tributaria de la pasión vital de la autora. Ella, que ama a la vida, pero que, sin embargo, se sabe abocada a la muerte, se empeña en construir esa esperanza utópica o ensoñación de inmortalidad a través de lo que, al principio, situamos –recuérdenlo- en el otro platillo de la balanza; es decir: el contrapeso hermoso del amor, el culto a la palabra y al poema y esa santa locura, casi mística, que la conduce al número pitagórico, a la armonía del cosmos y a la intuición de la divinidad.
Pasamos, pues, del lado que llamamos oscuro –lo cual no deja de parecernos convencional- al otro, luminoso, que transforma lo negro en blanco o, mejor todavía, que, a modo de damero, realiza la unidad de los contrarios, tal como ocurre en la realidad.
Si la primera parte, titulada Prefacio, nos pone en situación, y Canon, la segunda, seguida de Testamento y memoria, nos desarrollan todo lo enunciado, la última, haciendo honor al título, constituye un auténtico Puente al alba, por cuanto el resplandor que de la oscuridad se desprende se abre aquí, silencioso, dejando en su interlínea el legado poético de la autora: su amor a la vida, su amor a los seres que la transitan y, por supuesto, esas herramientas de salvación que, desde los comienzos, habían comparecido ante los lectores: los sentimientos (el amor, en particular), la poesía, nos salvan de la muerte, nos aferran al tren de la eternidad.
Porque, a pesar de todo, el mundo es bello, aunque aparezcan, de vez en cuando, esos lentos aviones del poema Mirando las alturas (pág. 14), rompiendo la armonía. El poeta, mediante la palabra, está llamado a reconstruirla, investido de su propia, creadora potestad: Ayer yo tuve fe,/ supe la eternidad y sus arcanos, compartí todo pan y fui tu sangre./ Hoy comulgo la vida, recordando/ que el universo entero es sólo piel, guijarros de la piel contra un camino,/ sequedad de la piel, pompa de angustia.// Pero ayer yo fui dios, y recreé mi sombra (pág. 15).
La sombra. O sea, la imagen, proyectada sobre la pared de Platón. Tienen gran importancia las imágenes en la obra poética de Dolors Alberola, y no me estoy refiriendo –al menos, en lo que respecta a este libro- a las metáforas habituales, sinécdoques y demás, de las que se reputa maestra consumada, sino de aquella otra, la imagen visionaria –así la denominaba Carlos Bousoño-, que, con pocas palabras, describe universos. Los poemas de El libro negro se construyen sobre este tipo de imágenes, aunque no todas, naturalmente, sean cósmicas: Le estoy robando al tiempo cada imagen (pág. 43), nos dice, y las suyas, sin duda, están dotadas de una gran eficacia significativa y la habilidad de crear espacios simbólicos en los cuales la anécdota, la experiencia o el pretexto son trascendidos para remitirnos a un significado de perfecto diseño, donde suelen residir las líneas maestras del libro en su conjunto y los distintos textos. En efecto, los poemas de Dolors Alberola son perfectas arquitecturas, aderezadas al fin comunicativo que los origina, en cuyo logro suele desplegarse toda una batería de recursos que, utilizados con destreza suma, no gravan –al menos, en exceso- la expresión, pero sí delimitan la idea y enriquecen su contexto significativo.
La influencia del surrealismo discurre solapada en estos versos, infundiéndoles ese tono –insisto- visionario o ensoñador –mágico, en definitiva: La magia verbal es, sin lugar a dudas, uno de los rasgos definitorios de su quehacer poético - que nos asalta por todas partes. Ello, sin que pierda el discurso esa pátina amable del lenguaje sencillo y hasta confidencial, que se asienta en la palabra, fundamental casi siempre, bruñida muchas veces, estableciendo un sabio y equilibrio entre la herencia clásica, necesaria, y la innovación vanguardista, imprescindible. El poema es un salto hacia adelante y posee en el lenguaje esa pértiga propulsora, capaz de catapultarlo.
Por lo demás –lo he dicho muchas veces y este libro lo corrobora-, lirismo y pensamiento son las fuerzas fundamentales que se aúnan en la poesía de Dolors Alberola. El primero se nutre de la interiorización de lo externo, en tanto que el segundo exterioriza lo interno. De aquí que en el poema convivan sin fisuras, en total armonía, para expresar lo utópico, es decir, una cosmovisión trenzada en las verdades ontológicas que, sólo más allá de la mera razón, la mirada poética logra desentrañar.
© Domingo F. Faílde, 2006