Dolors Alberola, en sus palabras de presentación,
definió a Víctor Alija como una criatura
literaria que a los veinte años ya tiene publicada una separata. Todo un
calvario lleno de signos –añadió-, una
resurrección de esta vida mediocre que llevamos en sociedad a otra de
iniciación en el augusto territorio de la palabra. Ésta, para él guarda poco
escondrijo. Como una sierpe fresca y delirante se le abre y entrega, le da todo
el veneno de la voz, lo posee hasta el ritmo y le engendra los hijos que
pretende, le prohíbe el tabú, lo deja bien armado ante la voz y lo convierte en
ella.
Así sería el preámbulo
de una hermosa velada literaria, de las que tardan tiempo en olvidarse, si es
que olvidarse puede alguna vez el verso bien templado del poeta y el vestido
musical que, ceñido al aroma de la palabra, fue tejiendo Jesús Ballesteros, el
excelente músico granadino que acompañó al autor de Oxidaciones y Discurso sobre
los estados carnales.
La lectura de
Víctor Alija giró fundamentalmente sobre estos libros, a los que, en dos
ocasiones, sumó algunos inéditos. Y el poeta acertó al acercar al público unas
obras que, aun caminando despacio, como decía Federico García Lorca de los
primeros libros, lo hacen sólidamente, robusteciendo la proyección de una voz
que, no obstante su juventud, se perfila día a día como una de las más sólidas
y personales de su generación.
Trata en ellos lo
temas –entre otros- que trataron Catulo, Cavafis o Cernuda, sin que, en ningún
momento, se le deslice un eco delator. Sus poemas no suenan a Catulo ni a
Cavafis ni a Cernuda, sino a un Víctor Alija que explora a plena luz su propia
transgresión y la arroja a los vientos sin tópicos ni gestos ya usados,
tensando el arco de un estilo propio, que emociona sin patetismo ni
sensiblerías, a fuerza de descarnar sobre los mármoles del lenguaje su
indiscutible autenticidad.
Con la locura que esgrimimos los que somos
capaces de verter imágenes, metáforas, surrealismo, gritos que atraviesen la
sangre, es posible que aún podamos sujetar el mundo –había dicho Dolors
Alberola-. Víctor está empeñado en
mantener en alto uno de sus pilares y sus amigos todos aplaudiremos siempre sus
vocablos, esos hierros al rojo que en forma de libro supieron detenernos, por
esa sencillez de su elegante y blanca trayectoria de signos y de sílabas.
Y los signos se
unieron a la música y allí estaba el saz turco de Jesús Ballesteros, la mandola
o la guitarra, envolviendo el poema con tules nazaríes o pequeños desgarros
flamencos, hasta que, al fin, la noche se rindió. Era tarde, muy tarde, pero el
patio del Damajuana ardía como un ascua en la limpia palabra de un poeta.
Redacción.-