Que las fiestas de Navidad son una pejiguera, lo duda menos gente cada vez. La gran apoteosis del Consumo exige sacrificios casi humanos –léase gastos, esfuerzo, aburrimiento, incomodidad-, a cambio de muy poco; nada, prácticamente, si no se es accionista de alguna cadena de hipermercados o se explota un negocio del mismo jaez.
Pero, como no hay cruz sin cara, miren por dónde anoche salió ésta y el aire se vistió de luz no usada, según la conocida expresión de Juan de Yepes, uno de los más grandes poetas de todos los tiempos. No era en esta ocasión la sabia mano de Francisco Salinas sino la batuta privilegiada del jerezano Ángel Hortas el gobernalle mágico de un concierto que quedará en la memoria de mucha gente.
Al maestro, lo hemos visto fajarse en el teclado con grandes partituras y dirigir orquestas con tino, pero lo de anoche en la catedral de Jerez rebasó hasta el extremo lo previsible, tocando con la yema de los dedos la veste inaccesible de la belleza. Pocas veces, las gráciles manos de un músico se han ungido de tanta autoridad, haciendo de un conjunto de voces una voz, de la orquesta un sonido, envolviendo las notas de la joven soprano Rocío Ignacio, de la partitura un tratado de armonía, como el de Antonio Colinas, el poeta que puso la música a la cabeza de todas las artes.
Y así lo entendió el público, que llenaba el recinto catedralicio y no pudo contener su emoción ante la melodiosa arquitectura de los genios: Bach, Haëndel, Haydn, Mendelson, estrellas de la velada, tuvieron como ilustre telonero al estro popular, mucho menos solemne, desde luego, pero muy entrañable. La ovación duró varios minutos y aún resuena en los comentarios.
Redacción.-