No es la primera vez que un animal se asoma a la poesía de Dolors Alberola. Quien conozca su largo itinerario, sabrá sin duda alguna de su fascinación por perros y gatos. Como aquella genial escritora que fue María Zambrano, llegó a albergar en su domicilio cincuenta gatos persas y cuatro canes de distintas razas: “mi pueblo”, dice hoy con nostalgia, recordando la vieja república de la que fue soberana, mejor que presidenta. Un viejo semental y una joven felina son, junto a un sabueso tierno y amanerado, los restos de su imperio. En el fondo, está convencida de que los animales albergan sentimientos más nobles que los humanos: ningún perro, ni siquiera el rotwailer más fiero, hubiese sido Hitler.
Y, sin embargo, se los vitupera, usando el de su especie como nombre de infamia o para designar cuanto malo y desagradable acontece en la vida. Si en el lenguaje coloquial el perro se utiliza como metáfora, el lenguaje poético de Dolors Alberola lo incluye como símbolo y aun como alegoría, ya sea devorando los pecados de Jezabel o sufriendo en sus propias carnes las lacras dolorosas de una civilización que, al apartarse de la naturaleza, tuerce el destino de tantos seres.
También el de la propia poesía, mostrada en este libro, ya desde el título, como “Arte de perros”, asumiendo de entrada la noción negativa que dicho complemento aporta al sustantivo. Al bajar, como Dante, a los infiernos, afronta, cara a cara, al Cancerbero y conversa con él sobre la sordidez de su reino para, al fin, espetarle la terrible pregunta: “¿vive ahí,/ irremediablemente muerta, la poesía?”
Tras esta interrogante, la condición canina esconde una respuesta positiva. El perro es el poema y éste como aquel “nuestro mejor amigo”, según puede leerse en la inteligente “Poética” de la página 48. Más adelante (pág. 51), advirtiendo al lector de los riesgos del can peligroso, le descubre los múltiples peligros de la poesía, para concluir: “Cuidado,/ ¿no leéis el letrero que grita CAVE CANEM/ al entrar en la casa de la Literatura?”
Por este mecanismo, revestida la autora con piel de can, se aproxima a la realidad desde ese rol simbólico y, como afirma Luisa Futoransky en su breve cuanto acertado prólogo, deja que el animal, trasunto de lo humano, prospere “en una urdimbre cómplice que sobre todo no desnaturaliza la esencia ni del hombre ni del animal”. Efectivamente, en la alegoría de Dolors Alberola, ni el perro deja de ser perro ni el hombre de ser tal, y sus mundos, no obstante, se cruzan en el único mundo posible, en la realidad ontológica que el poema pretende explorar.
En la primera parte, “Perra vida” –lejana y acerada reminiscencia de aquella vieja película que vimos en España como “Este perro mundo”, a principios de los setenta-, el animal, abandonado a su suerte en la gran ciudad, nos acerca el desvalimiento de la palabra poética, tan frágil e impotente ante el dolor, la ignorancia y la muerte, pero a su vez cargada de consuelo y luz, lo que la torna poderosa, fuerte e indispensable, hasta el punto, ya lo hemos dicho, de enfrentarse con Cancerbero, intentando atisbar en las tinieblas una escotilla para la esperanza: “Nosotros, los más fieros, la especie más soberbia,/ los hijos de la fe, tenemos miedo/ y llegamos a ti precipitados,/ temblando entre ese frío o la inconsciencia,/ deshecha nuestra carne, roto el gesto,/ buscando, por doquier, tener un amo/ y que nos palpe y diga que entremos en la casa/ donde tú guardas dócil la puerta invertebrada” (págs. 36 y 37).
Otras veces, el perro personifica –digo bien- el colmillo de la catástrofe y lo hallamos, enloquecido y desencadenado, mordiendo a los viajeros de esos trenes que el odio redujera a chatarra “frente al Pozo del Tío Raimundo” (pág. 28) y matando también a otros canes incluso en los mil cataclismos que acontecen, día tras día: el “dolor/ hermanando los seres a pedazos/ la terca anulación de su espacio y el tiempo” (vs. “Crónica”, págs. 49 y 50).
Comparece de nuevo esa kantiana obsesión de la autora que la induce a anular en su obra el espacio y el tiempo, convencida de que todo es presente y aquí. Por eso, como en todos sus libros, se mezclan personajes anacrónicos que habitan, sin embargo, la misma realidad y conviven bajo la eternidad del poema: Homero, Kavafis, Szimborska, Cernuda, Safo, Virgilio, Edith Piaf, Goya, Bernini, Platón, Plotino, Bolívar, Picasso, la inevitable Jezabel, Van-der-Weiden, etc., pasean por lugares tan diversos como Manhattan, Madrid, Roma, Mileto, Bosnia, la Galia, Austwich, Dachau, California o, más modestamente, los juzgados donde dirime sus litigios el desamor, para al cabo acabar en el infierno mítico, donde la vida sigue de otro modo.
Dieciséis poemas en prosa componen “Caninas”, la segunda parte del libro. La poeta, como ya precoconizara Machado, decide liberarse del verso para ilustrar su expresión con historias, reflexiones o referencias cultas, que robustecen el edificio de su experiencia, en un tramo brillante del discurso, lleno de guiños cómplices al lector avisado, en donde la ironía es el rasgo sobresaliente: “Salí a por café, volveré en la otra vida, si es que existo” (pág. 66).
En una y otra parte, la sorpresa. Aquí están, desde luego, los temas que preocupan a Dolors Alberola y han inquietado siempre a la humanidad, vistos desde una óptica distinta, susceptible de nuevos encuadres que determinan una mirada nueva, tributaria de la época que nos toca vivir; así, por ejemplo, el influjo de las nuevas tecnologías origina la imagen de un perro virtual que, al igual que el poema, “existe y no existe”, para llegar, entre profunda y lúdica, a esta conclusión: “La realidad es hueca y no existe, como tampoco el perro tiene piel, ni sabe a dónde mira. Yo tampoco comprendo qué compongo, qué extraña lasitud me convierte en poema” (pág. 76). En el sustrato del texto, Quevedo, Calderón, los clásicos en suma; en la zona emergente, una muy avanzada metapoesía se abre a la informática y anticipa caminos a la expresión poética.
Con estos y otros mimbres, “Arte de perros” –tercera entrega de la recién inaugurada colección “Hojas de bohemia”- es un libro de aliento poderoso, en el que la emoción y el pensamiento se ciñen a la imaginación de ese pambiologismo característico de Alberola, para quien la naturaleza es un todo homogéneo que la historia ha diversificado, en trance permanente de tornar al origen, y el hombre la conciencia, el testigo de un cosmos que guarda la memoria de su génesis.
Una vez más, la autora ha roto la barrera de lo fácil, buscando el más allá de las palabras, con la suya, directa en ocasiones, pero mágica y sugerente en todas. Ello le ha valido el aval de muchísimos premios, el reconocimiento de la crítica y un lugar importante en la poesía actual.
Y, sin embargo, se los vitupera, usando el de su especie como nombre de infamia o para designar cuanto malo y desagradable acontece en la vida. Si en el lenguaje coloquial el perro se utiliza como metáfora, el lenguaje poético de Dolors Alberola lo incluye como símbolo y aun como alegoría, ya sea devorando los pecados de Jezabel o sufriendo en sus propias carnes las lacras dolorosas de una civilización que, al apartarse de la naturaleza, tuerce el destino de tantos seres.
También el de la propia poesía, mostrada en este libro, ya desde el título, como “Arte de perros”, asumiendo de entrada la noción negativa que dicho complemento aporta al sustantivo. Al bajar, como Dante, a los infiernos, afronta, cara a cara, al Cancerbero y conversa con él sobre la sordidez de su reino para, al fin, espetarle la terrible pregunta: “¿vive ahí,/ irremediablemente muerta, la poesía?”
Tras esta interrogante, la condición canina esconde una respuesta positiva. El perro es el poema y éste como aquel “nuestro mejor amigo”, según puede leerse en la inteligente “Poética” de la página 48. Más adelante (pág. 51), advirtiendo al lector de los riesgos del can peligroso, le descubre los múltiples peligros de la poesía, para concluir: “Cuidado,/ ¿no leéis el letrero que grita CAVE CANEM/ al entrar en la casa de la Literatura?”
Por este mecanismo, revestida la autora con piel de can, se aproxima a la realidad desde ese rol simbólico y, como afirma Luisa Futoransky en su breve cuanto acertado prólogo, deja que el animal, trasunto de lo humano, prospere “en una urdimbre cómplice que sobre todo no desnaturaliza la esencia ni del hombre ni del animal”. Efectivamente, en la alegoría de Dolors Alberola, ni el perro deja de ser perro ni el hombre de ser tal, y sus mundos, no obstante, se cruzan en el único mundo posible, en la realidad ontológica que el poema pretende explorar.
En la primera parte, “Perra vida” –lejana y acerada reminiscencia de aquella vieja película que vimos en España como “Este perro mundo”, a principios de los setenta-, el animal, abandonado a su suerte en la gran ciudad, nos acerca el desvalimiento de la palabra poética, tan frágil e impotente ante el dolor, la ignorancia y la muerte, pero a su vez cargada de consuelo y luz, lo que la torna poderosa, fuerte e indispensable, hasta el punto, ya lo hemos dicho, de enfrentarse con Cancerbero, intentando atisbar en las tinieblas una escotilla para la esperanza: “Nosotros, los más fieros, la especie más soberbia,/ los hijos de la fe, tenemos miedo/ y llegamos a ti precipitados,/ temblando entre ese frío o la inconsciencia,/ deshecha nuestra carne, roto el gesto,/ buscando, por doquier, tener un amo/ y que nos palpe y diga que entremos en la casa/ donde tú guardas dócil la puerta invertebrada” (págs. 36 y 37).
Otras veces, el perro personifica –digo bien- el colmillo de la catástrofe y lo hallamos, enloquecido y desencadenado, mordiendo a los viajeros de esos trenes que el odio redujera a chatarra “frente al Pozo del Tío Raimundo” (pág. 28) y matando también a otros canes incluso en los mil cataclismos que acontecen, día tras día: el “dolor/ hermanando los seres a pedazos/ la terca anulación de su espacio y el tiempo” (vs. “Crónica”, págs. 49 y 50).
Comparece de nuevo esa kantiana obsesión de la autora que la induce a anular en su obra el espacio y el tiempo, convencida de que todo es presente y aquí. Por eso, como en todos sus libros, se mezclan personajes anacrónicos que habitan, sin embargo, la misma realidad y conviven bajo la eternidad del poema: Homero, Kavafis, Szimborska, Cernuda, Safo, Virgilio, Edith Piaf, Goya, Bernini, Platón, Plotino, Bolívar, Picasso, la inevitable Jezabel, Van-der-Weiden, etc., pasean por lugares tan diversos como Manhattan, Madrid, Roma, Mileto, Bosnia, la Galia, Austwich, Dachau, California o, más modestamente, los juzgados donde dirime sus litigios el desamor, para al cabo acabar en el infierno mítico, donde la vida sigue de otro modo.
Dieciséis poemas en prosa componen “Caninas”, la segunda parte del libro. La poeta, como ya precoconizara Machado, decide liberarse del verso para ilustrar su expresión con historias, reflexiones o referencias cultas, que robustecen el edificio de su experiencia, en un tramo brillante del discurso, lleno de guiños cómplices al lector avisado, en donde la ironía es el rasgo sobresaliente: “Salí a por café, volveré en la otra vida, si es que existo” (pág. 66).
En una y otra parte, la sorpresa. Aquí están, desde luego, los temas que preocupan a Dolors Alberola y han inquietado siempre a la humanidad, vistos desde una óptica distinta, susceptible de nuevos encuadres que determinan una mirada nueva, tributaria de la época que nos toca vivir; así, por ejemplo, el influjo de las nuevas tecnologías origina la imagen de un perro virtual que, al igual que el poema, “existe y no existe”, para llegar, entre profunda y lúdica, a esta conclusión: “La realidad es hueca y no existe, como tampoco el perro tiene piel, ni sabe a dónde mira. Yo tampoco comprendo qué compongo, qué extraña lasitud me convierte en poema” (pág. 76). En el sustrato del texto, Quevedo, Calderón, los clásicos en suma; en la zona emergente, una muy avanzada metapoesía se abre a la informática y anticipa caminos a la expresión poética.
Con estos y otros mimbres, “Arte de perros” –tercera entrega de la recién inaugurada colección “Hojas de bohemia”- es un libro de aliento poderoso, en el que la emoción y el pensamiento se ciñen a la imaginación de ese pambiologismo característico de Alberola, para quien la naturaleza es un todo homogéneo que la historia ha diversificado, en trance permanente de tornar al origen, y el hombre la conciencia, el testigo de un cosmos que guarda la memoria de su génesis.
Una vez más, la autora ha roto la barrera de lo fácil, buscando el más allá de las palabras, con la suya, directa en ocasiones, pero mágica y sugerente en todas. Ello le ha valido el aval de muchísimos premios, el reconocimiento de la crítica y un lugar importante en la poesía actual.
© Domingo F. Faílde
31.05.06.-