Fueron tres los poetas que ayer se acercaron a esa tertulia viva de los versos noctámbulos, que viene celebrándose los jueves en el bar La Carmela de Jerez . Tres poetas. Tres voces. Tres latidos. Tres formas diferentes de entender la poesía y alzar el edificio del poema. Tres soledades. Tres diferencias. Tres proyectos en busca de una obra, como todo poeta que se precie. Tres maneras de ser y de estar.
La poesía arrastra en su corriente muchas maneras de aproximarse a la realidad y, allí donde ésta parece darnos la espalda, irrumpe la memoria y la aborda de frente, cara a cara, cambiando el escenario de la vida y elevando al altar de las verdades la imagen difusa de un espacio y un tiempo, que alumbra la ficción. O mucho me equivoco o se puede afirmar que Carlos Guerrero es un poeta de la memoria. Sabe que tiene la vida detrás y, puesto a desandar el camino, contradice a Machado y transita de nuevo la senda que nunca se ha de volver a pisar, emplazándola ante sí, esto es, reviviéndola.
Por eso, su poesía, en buena parte, constituye un viaje al que alguien denominó paraíso de la infancia. O de la adolescencia. O de la juventud. Pero, como se sabe, es la conciencia de pérdida lo que convierte a un lugar o una época en ese espacio mítico donde, según el Génesis, Dios colocó a Adán y Eva, identificado por el cristianismo con el lugar en que los bienaventurados gozan de la presencia de Dios. Éste es el territorio de Las horas descontadas -un libro que en septiembre saldrá a la luz pública-, pero no nos llamemos a engaño, pues como en el Edén del relato bíblico la serpiente se enrosca en cada árbol y el poeta, diestro en tales ardides, morderá las manzanas que se le ofrece y les inoculará su propio veneno. Así, detrás de la anécdota, servida a grandes rasgos, que destacan iconos generacionales, se agazapa el retrato moral de un país, de unos años y la generación que les tocó habitarlos, componiendo un discurso polivalente: los juegos infantiles, las meriendas con pan y chocolate, el descubrimiento de la sexualidad, etc., etc., nos descubren los naipes de la educación sentimental del yo-lírico y crean una atmósfera a cuyo abrigo muestran sus estambres los temas obligados de toda gran poesía.
Carlos Guerrero, tanto por edad cronológica como por afinidades estéticas, debe ser ubicado en la Generación del 70, que otros llaman del 68 o del Mayo Francés. Un marbete, no más; cuestión de calendario. No es el caso, naturalmente, de Amaya Blanco, quien, apenas rebasados los 30 años, carece todavía de adscripción, lo cual quiere decir que tiene todo el tiempo por delante y que, en su caso, volver hacia el pasado la mirada sería un ejercicio de mera arqueología. Ella es punta de lanza, ariete de la belleza, anticipación de una gloria que aún ha de escribirse en esos surcos donde, a cada cosecha, germina renovada la poesía.
Licenciada en Traducción e Interpretación de inglés y árabe por la Universidad de Granada, cursó estudios de árabe en las de Damasco y El Cairo. Trabaja en la Diputación de Cádiz, en un programa de cooperación al desarrollo con el norte de Marruecos. Ha obtenido varios galardones poéticos, entre ellos el premio de poesía El Ermitaño de El Puerto de Santa María (Cádiz), ciudad donde reside, con su primer libro Letras de tierra, que ha sido publicado en aquella conocida colección portuense. También ganó el primer certamen de poesía en andaluz, Rey Almutamid de Sevilla y, sobre todo, el Searus, con un precioso libro titulado Materia viva. Ha colaborado en revistas como Extramuros, Alhucema, Piedra del Molino, etc., etc.
Su poesía –al menos, en un tramo importante- se inspira en el concepto iniciático del viaje. Y si en Letras de tierra la experiencia del suyo por el mundo árabe nos conduce a los grandes misterios de la existencia, éstos, al pasar por los tamices del corazón y, desde luego, de la cultura, se le transforman en Materia viva, siempre en medio de imágenes sorprendentes y un lenguaje sencillo que, haciendo honor a aquella experiencia, fluye sereno y firme, con la audacia precisa y la elegancia justa, que son características de esta autora.
María García Romero viene de Zaragoza. No refleja la edad en su currículum acaso por vivir ajena al tiempo –o, mejor, para hurtarse a los mil ejercicios de entomología con que la crítica literaria disecciona a los poetas- o acaso porque, sencillamente, las diosas no tienen edad.
Esta condición suya no le impidió nacer en Villamartín, en las primeras estribaciones de la serranía gaditana. De allí, con apenas diez años, se traslada con su familia a Zaragoza, donde reside actualmente. La Diputación de Zaragoza la dio a la luz en Alijos Poéticos. Ha colaborado en varios libros colectivos, en la radio y en diversas revistas.
Exhibe su poesía un intenso lirismo, sin duda consecuencia de que en ella su diario ejercicio es, mucho más que un hábito, fenómeno esencial, tan necesario como la propia respiración. Como asidero del yo, bucea en los sentimientos y en la propia experiencia de la autora, que, al proyectarse en su entorno, transforma el sentimiento en emoción y la experiencia en conocimiento y en compromiso. Y así nos habla, con un lenguaje limpio -expresión a su vez de una mirada limpia-, salpicado de indicios simbolistas y, sobre todo, un anhelo infinito de armonía, tras la cual se vislumbra el rostro impenetrable de la belleza.
Ya ven, si son distintas las tres voces que entonaron anoche la hermosa sinfonía de la palabra.
Redacción.-