El año que pasó ha cerrado su funesta andadura con la fría coherencia de la desolación. Demasiado sufrimiento, demasiada muerte, en un mundo podrido que pone en evidencia su desamparo. Y es que, por más que ladren los apóstoles del absurdo, las puertas del infierno dan al patio de nuestras casas, mientras dios, chocheando, mira a otra parte. Ya ni siquiera se le echa de menos.
No ha de extrañar por ello que, en plena Navidad, coincidiendo con el día consagrado a los Inocentes, un poeta, con premeditación y alevosía, pusiera el punto final a su propia historia, en el acto más libre y lúcido de una vida marcada por la poesía y por el lado oscuro de ésta: el fracaso. Antes, el día 25, según el relato de José García Pérez, el reo de sí mismo escribió a los amigos ma non troppo un correo electrónico anunciando su muerte. El título, escueto y elocuente, Adiós; el contenido, algo más enigmático y, desde luego, irónico, tampoco dejaba demasiado espacio a la duda. Era una despedida, una especie de que os vaya bonito, aunque con más ternura: Un abrazo muy fuerte y vivid a tope la vida.
La rúbrica final ponía acaso firma a un romance del XVII, cuyo autor anónimo presta su voz a Alfonso Álvarez de Soria, un poeta marginal, inventor de los versos de cabo roto, alabado incluso por Lope de Vega, que tuvo, sin embargo, la desgracia de dirigir su vena satírica contra don Bernardino González-Delgadillo y Avellaneda, un generalote fanático y vengativo, que lo hizo ahorcar, sin que de nada valiesen la presión popular y los versos que le aderezaron pidiendo clemencia. El desdichado vate tenía 30 años.
Bastantes más sumaba Juan Javier Moreau, que eligió este romance, poco y mal conocido, para anunciar su muerte y, sobre todo, explicar las razones de un suicidio, que consumó fríamente, con las mismas agallas que Álvarez de Soria, quien, ya cabe la N de palo –así llama Quevedo a la horca- y con la soga al cuello, bebe agua para aclarar la voz y dice: Miradme todos/ los que traéis vida inquieta/ y veréis en lo que para/ nuestra hinchazón y braveza,/ es nuestro cimiento el aire,/ que lo liviano sustenta/ y como pesamos mucho,/ déjanos venir a tierra/ y así, es justo que muera/ que a tal vida tal muerte espera./ Escarmiento podéis todos/ tomar en cabeza ajena,/ tome por blanco mi muerte/ el que mi vida contempla. Naturalmente, el narrador deja claro que, antes de morir, el reo confesó que sus poesías/ fueron de falso poeta,/ pues fueron quimeras todas/ de vahídos de cabeza…
Juan Javier Moreau fue, sin duda, uno de los poetas más ninguneados de Málaga, maltratado a viva voz por una crítica que en rara ocasión le dedicó una línea en los periódicos (a excepción de Papel Literario) y cada vez más aislado. Por eso aludí antes al fracaso como móvil de un desenlace, cuyos ejecutores, ay, serían los soberbios, los poderosos, los indiferentes súbditos de la República literaria.
Y no faltó razón a este poeta maldito que, al parecer, no pudo soportar el peso de la derrota. Siempre he dicho que el fracaso pesa más que la vida. Me pregunto, no obstante, si la carta, ya tristemente célebre, no sería una petición de socorro, la última esperanza de encontrar una mano tendida, una frase de aliento, un gesto de extrañeza, un castizo no te vayas, cabrón. El silencio hizo el resto.
Así ocurrió. Tenía que contarlo. A veces, la poesía es un arma cargada de dolor. Y de muerte.
© Domingo F. Faílde.-