La llegada del mes de agosto implica, año tras año, la interrupción de todo quehacer, con la única salvedad de los básicos y aquellos que se lucran del ocio mayoritario, al margen de una crisis que, como todas las de su género, es absolutamente artificial (las naturales suelen caernos del cielo), hijas bastardas del sistema capitalista y sus brutales métodos de ajuste.
El caso es que este paro sin subsidio de desempleo marca un fin y un principio; y si éste, por razones obvias, se nos antoja inquietante (quién no ha oído hablar nunca de otoños calientes), aquel trae bajo el brazo un oscuro balance y un montón de certezas a que atenernos. Una vez más, el largo y cálido verano centra en agosto nuestras reflexiones y cataliza, cómo no, toda clase de buenos propósitos, destinados por regla general a perderse en el tráfago de las duras realidades de cada día.
Desde el pasado 1 de septiembre hasta el momento de redactar estas líneas, el inventario de la actividad literaria en España arroja un resultado clarísimo: aburrimiento. Los políticos, desde su interesado pragmatismo, dirían: Bueno, es la normalidad, la señal inequívoca de que todo marcha. Y es cierto. Pero también lo es que, cuando todo camina por senderos trazados, cuando la norma prevalece sobre la sorpresa, cuando no pasa nada, el discurso de la literatura se convierte –en el mejor de los casos- en un diálogo de sordos o, peor aún, en cháchara de patio de vecinos, a todas luces insignificante.
Aquí estamos, aquí seguimos, amarrados a la decepción, mientras lo único que parece interesar a los autores –en el caso de los editores se da por descontado- es la puesta en valor de su discurso, que pasa a convertirse en mercancía, en franca o desleal competencia con los pimientos, las sandías, los trajes de diseño y las videoconsolas, ya en forma de porcentajes estipulados, ya mediante esos cánones que, justos o no, la sociedad percibe como abuso, ese tributo de las cien doncellas, que los cristianos tenían que pagar al invasor musulmán, allá por los años de la Reconquista.
Consecuencia de lo anterior, la sujección de los escritores a las demandas de un mercado que conducen a su antojo políticos, editores, gestores culturales, agentes literarios... una horda de terceros, bajo cuyas camisas de ejecutivo se percibe al enterrador del talento, sepulturero de los ingenios, que maldita la falta que hacen.
Agosto, frío en rostro, cierra, pues, un capitulo, ya se sabe, para lo mismo repetir mañana, como escribió el poeta.
.© Jacobo Fabiani.-