Algo huele a podrido. En la poesía española, de unos años acá, hay un olor endémico a chanchullo, a chapuza bajo sospecha, a ley del embudo. La gente, sin embargo, guarda silencio y mira hacia otro lado, temerosa de levantar la liebre, de ponerse en los labios el nombre poderoso, de encontrarse con una querella o sufrir un linchamiento en Internet. En España, la libertad de expresión es pura farsa: demasiados controles, cuando conviene a alguien, y muy escasas manos sosteniendo las riendas de la información.
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