Querido Domingo que estás en la memoria, machadiano, durante aquel congreso que llenó Granada de poesía, de intrigas palaciegas, de belleza y de mala uva durante el año de gracia de 1982: tanta esperanza, tanta limpieza en los limbos, tanto horizonte de grandeza, no se mereció nunca el mal pago del desencanto, las zurrapas de un poder que debió ser popular y se convirtió en populista. La literatura y los suyos, la poesía y los poetas, se convirtieron también, en gran medida, en el espejo de ese pulso entre quienes defendían el territorio de la libertad y quienes intentaban imponer el de la sumisión.
Y allí estabas tú, con tu bastón de madera como un trasunto de esos héroes del Far-West que pretendían contestar a la violencia con las tablas de la ley y contrarrestar el imperio de la fuerza con los sueños de la razón que casi nunca producen monstruos. Fugitivo de Linares y en un colegio de Algeciras, te descubrí años más tarde: llagabas del país de la derrota, con las tinieblas de la decepción en los ojos. Atrás, quedaban definitivamente las tertulias literarias con Fanny Rubio, la revista “Tragaluz”, compartida con Álvaro Salvador en aquella Granada de los 70 donde estudiaste filología porque amabas la vida y la palabra y la palabra es la vida que encierran los libros, que no sólo huelen a papel y a bosque, sino a utopía y a misterio. Atrás, también, la aventura del antifranquismo, con su compañero Joaquín Sabina arrojando un cóctel molotov contra el Banco de Bilbao de Granada y teniendo que poner tierra de por medio detrás de una jipi veinteañera, camino de Londres. Luego, llegaron los hombres grises o, simplemente, cruzaron el campo de batalla y cambiaron de trinchera. Domingo F. Faílde se quedó en su sitio, el de los veteranos de guerra que, como diría Serrat, para hincarles de rodillas hay que cortarles las piernas.
Así, desde la rabia, desde la ternura y desde la melancolía, fuiste trazando versos de amor y de desamor, desde aquel inicial “Materia de amor” a “Oficio y ritual de la nueva Babel”, “Cinco cantos a Himilce”, “Ese mar de secano que os contemplo” y, sobre todo, “Patente de corso”, uno de esos libros bisagra que marcan un antes y un después en cualquier peripecia literaria. Yo estaba allí, ¿recuerdas?, en aquella Algeciras eternamente lluviosa, cuya molicie provinciana veíamos pasar desde la cafetería Cabsy’s o imaginando orgías a mayor gloria del marqués de Sade. Lo que fuera preciso para arrancar de nuestra alma esa sensación de toalla arrojada sobre el ring, de brazos en alto rindiéndonos ante las tropas de un futuro pequeñoburgués, miope, mezquino y mediocre, que ya no amenazaba con devorarnos porque se nos había tragado desde mucho atrás, desde mucho antes. Ya, por entonces, nos habíamos caído de la higuera.
A partir de aquel libro, repito, no sólo conquistaste un estilo sino que conquistaste mi complicidad, mi armadura de caballero de la mesa redonda al que le hubieran hurtado los ojos de Ginebra o las almenas de Camelot. Éramos Parsifal sin santo grial que llevarnos a la boca. Éramos Arturo sin espada ni Merlín. De eso tratan tus poemas. Del pasado, dirán, de la juventud perdida, de la memoria colectiva de una generación, de la banda sonora sentimental de nuestro mundo. Es falso. Tus poemas hablan de un saqueo, del que cometieron en nuestro nombre y que nosotros mismos sufrimos.
Basta asomarse a los libros que siguieron, entre 1994 y el año 2000: “De lo incierto y sus brasas”, “Rosas desde el Sur”, “Cuaderno de experiencias” o, sobre todo, la serie que nos lleva desde “Náufrago de la lluvia” a “Manual de afligidos”, “La noche calcinada”, “La cueva del lobo”, “Elogio de las tinieblas” y “Conjunto vacío”. Cuánta ironía, cuánta amargura, cuánta frase rotunda, cuánta emoción sin bridas en aquellos libros. Cambiaban los gobiernos, pero no cambiaba el fondo del escenario: el ser humano en venta como una mercancía en las tiendas de todo a cien. Y allí estabas tú, como un demiurgo silencio, que escribías gritos contenidos, alaridos en tinta fresca, mordiscos como versos, sin camisa de fuerza que puediera amarrar tu legítima locura.
Luego vino “Amor de mis entrañas”, desapareció el bastón y creció una melena de león o de Beethoven, que viene a ser lo mismo, por fiera y por armónica. Del traje de chaqueta al casual wear, dejaste el muro de las lamentaciones y, sin apearte un milímetro de tus profundas convicciones personales, decidiste no entregar el don del placer a los cuatreros que gobernaban el resto de tu mundo y casi la totalidad del mío. No huiste, no. Fuiste buscando islas interiores, donde no hubiera tedio, ni tiza, ni monotonía de la lluvia en los cristales. Llegaste a Jerez, donde has dejado crecer “La sombra del celindo”, el libro que acaba de publicarte EH Editores, con el número 6 de la colección de poesía Hojas de Bohemia. Quien quiera saber lo que opino de ese hermoso cuarto y mitad de tu mejor pechuga literaria, que lea el prólogo, donde escrito está: “Faílde se enfrenta a su ADN y va descubriendo las canas y las arrugas que como muescas en la culata de un rifle, ha ido dejando la vida entre sus carnes”. Pero yo no vengo hoy aquí a hablar de esa bella secuencia de recuerdos infantiles, con el tumulto de la posguerra escrito en el hardware de tu cerebro y de tu corazón. “La vida a cierta edad es la memoria”, has escrito. Y tienes razón, viejo hermoso Walt Whitman. Por eso yo te escribo esta carta en nombre de lo que fuimos y, sobre todo, de lo que seguimos siendo, testigos de nuestro tiempo, desterrados del paraíso, sombras de Platón que intentamos todavía salir de la caverna.
Durante el tiempo que compartimos, amigo mío, yo también urdí libros, me fogueé en tribunas de prensa, de radio y de televisión, recorrí gran parte del mundo o el mundo recorrió gran parte de mis pobres huesos. Cambié de ciudad, de opinión y de sentimientos, muy a menudo. Vi crecer a mi hijo, ya de cerca, en la distancia. Fui feliz o desdichado, de tarde en tarde amé y desamé, perdí algunos trenes, quemé muchos barcos, gané bastantes kilos, algunos adversarios y numerosos enemigos. Pero nada hubiera sido igual sin la sombra tuya, que no es la del celindo, sino la de esa añeja palabra eternamente escrita en los muros de la Bastilla: fraternidad.
.
© Juan José Téllez Rubio
Y allí estabas tú, con tu bastón de madera como un trasunto de esos héroes del Far-West que pretendían contestar a la violencia con las tablas de la ley y contrarrestar el imperio de la fuerza con los sueños de la razón que casi nunca producen monstruos. Fugitivo de Linares y en un colegio de Algeciras, te descubrí años más tarde: llagabas del país de la derrota, con las tinieblas de la decepción en los ojos. Atrás, quedaban definitivamente las tertulias literarias con Fanny Rubio, la revista “Tragaluz”, compartida con Álvaro Salvador en aquella Granada de los 70 donde estudiaste filología porque amabas la vida y la palabra y la palabra es la vida que encierran los libros, que no sólo huelen a papel y a bosque, sino a utopía y a misterio. Atrás, también, la aventura del antifranquismo, con su compañero Joaquín Sabina arrojando un cóctel molotov contra el Banco de Bilbao de Granada y teniendo que poner tierra de por medio detrás de una jipi veinteañera, camino de Londres. Luego, llegaron los hombres grises o, simplemente, cruzaron el campo de batalla y cambiaron de trinchera. Domingo F. Faílde se quedó en su sitio, el de los veteranos de guerra que, como diría Serrat, para hincarles de rodillas hay que cortarles las piernas.
Así, desde la rabia, desde la ternura y desde la melancolía, fuiste trazando versos de amor y de desamor, desde aquel inicial “Materia de amor” a “Oficio y ritual de la nueva Babel”, “Cinco cantos a Himilce”, “Ese mar de secano que os contemplo” y, sobre todo, “Patente de corso”, uno de esos libros bisagra que marcan un antes y un después en cualquier peripecia literaria. Yo estaba allí, ¿recuerdas?, en aquella Algeciras eternamente lluviosa, cuya molicie provinciana veíamos pasar desde la cafetería Cabsy’s o imaginando orgías a mayor gloria del marqués de Sade. Lo que fuera preciso para arrancar de nuestra alma esa sensación de toalla arrojada sobre el ring, de brazos en alto rindiéndonos ante las tropas de un futuro pequeñoburgués, miope, mezquino y mediocre, que ya no amenazaba con devorarnos porque se nos había tragado desde mucho atrás, desde mucho antes. Ya, por entonces, nos habíamos caído de la higuera.
A partir de aquel libro, repito, no sólo conquistaste un estilo sino que conquistaste mi complicidad, mi armadura de caballero de la mesa redonda al que le hubieran hurtado los ojos de Ginebra o las almenas de Camelot. Éramos Parsifal sin santo grial que llevarnos a la boca. Éramos Arturo sin espada ni Merlín. De eso tratan tus poemas. Del pasado, dirán, de la juventud perdida, de la memoria colectiva de una generación, de la banda sonora sentimental de nuestro mundo. Es falso. Tus poemas hablan de un saqueo, del que cometieron en nuestro nombre y que nosotros mismos sufrimos.
Basta asomarse a los libros que siguieron, entre 1994 y el año 2000: “De lo incierto y sus brasas”, “Rosas desde el Sur”, “Cuaderno de experiencias” o, sobre todo, la serie que nos lleva desde “Náufrago de la lluvia” a “Manual de afligidos”, “La noche calcinada”, “La cueva del lobo”, “Elogio de las tinieblas” y “Conjunto vacío”. Cuánta ironía, cuánta amargura, cuánta frase rotunda, cuánta emoción sin bridas en aquellos libros. Cambiaban los gobiernos, pero no cambiaba el fondo del escenario: el ser humano en venta como una mercancía en las tiendas de todo a cien. Y allí estabas tú, como un demiurgo silencio, que escribías gritos contenidos, alaridos en tinta fresca, mordiscos como versos, sin camisa de fuerza que puediera amarrar tu legítima locura.
Luego vino “Amor de mis entrañas”, desapareció el bastón y creció una melena de león o de Beethoven, que viene a ser lo mismo, por fiera y por armónica. Del traje de chaqueta al casual wear, dejaste el muro de las lamentaciones y, sin apearte un milímetro de tus profundas convicciones personales, decidiste no entregar el don del placer a los cuatreros que gobernaban el resto de tu mundo y casi la totalidad del mío. No huiste, no. Fuiste buscando islas interiores, donde no hubiera tedio, ni tiza, ni monotonía de la lluvia en los cristales. Llegaste a Jerez, donde has dejado crecer “La sombra del celindo”, el libro que acaba de publicarte EH Editores, con el número 6 de la colección de poesía Hojas de Bohemia. Quien quiera saber lo que opino de ese hermoso cuarto y mitad de tu mejor pechuga literaria, que lea el prólogo, donde escrito está: “Faílde se enfrenta a su ADN y va descubriendo las canas y las arrugas que como muescas en la culata de un rifle, ha ido dejando la vida entre sus carnes”. Pero yo no vengo hoy aquí a hablar de esa bella secuencia de recuerdos infantiles, con el tumulto de la posguerra escrito en el hardware de tu cerebro y de tu corazón. “La vida a cierta edad es la memoria”, has escrito. Y tienes razón, viejo hermoso Walt Whitman. Por eso yo te escribo esta carta en nombre de lo que fuimos y, sobre todo, de lo que seguimos siendo, testigos de nuestro tiempo, desterrados del paraíso, sombras de Platón que intentamos todavía salir de la caverna.
Durante el tiempo que compartimos, amigo mío, yo también urdí libros, me fogueé en tribunas de prensa, de radio y de televisión, recorrí gran parte del mundo o el mundo recorrió gran parte de mis pobres huesos. Cambié de ciudad, de opinión y de sentimientos, muy a menudo. Vi crecer a mi hijo, ya de cerca, en la distancia. Fui feliz o desdichado, de tarde en tarde amé y desamé, perdí algunos trenes, quemé muchos barcos, gané bastantes kilos, algunos adversarios y numerosos enemigos. Pero nada hubiera sido igual sin la sombra tuya, que no es la del celindo, sino la de esa añeja palabra eternamente escrita en los muros de la Bastilla: fraternidad.
.
© Juan José Téllez Rubio
.
* Texto de la presentación de “La sombra del celindo”, de Domingo F. Faílde, efectuada en EH de Jerez, el 28 de septiembre de 2006.-