Si el gran Shaekespeare viviera hoy, no se plantearía en absoluto eso de ser o no ser. Porca miseria, la sociedad anónima, la cuestión, en día de verano o de invierno, quién sabe, sería: ¿mear o no mear?
Y ése es el tema, o meas o te mean. Me explico. Fórmense el plano de situación: Algeciras, siglo veintiuno, tarde de martes, autobuses de línea de la citada población a Cádiz capital. Una, llega, se sienta, siente como una especie de terrible vorágine -violencia inmóvil, diría nuestra Pilar Paz-, que le sacude las nalgas. Qué hace el mar aquí en un vehículo de tercera y a esta hora de agobiante calor. Pero no es el mar. El conductor, un joven avispado, se da cuenta del alboroto unipersonal y exclama:
-No se preocupe, señora, unos gamberros han estado jugando a verter coca-cola por el asiento, no pasa nada, con el calor reinante se secará pronto.
Suspiro aliviada, la coca-cola no sólo desatasca tuberías, lavadoras y demás, sino que crea una placentera adicción. ¡Que todo fuera eso! Y, casi contenta por lo acaecido, me digo, con templanza, esto y otras cosas más. Pero el autobús sigue su camino por la estrecha manga de mar que acaricia los alrededores de Tarifa. En el aire, varios ícaros sobrevuelan las colinas de la costa y el sol se expande como una bestia añeja e invencible.
-Oiga, señora –musita un agradable caballero desde el asiento de dos filas atrás- lo que la ha mojado a usted no es coca-cola.
-¿Cómo?
-Mire, hace poco, unas señoritas árabes han estado meando en el asiento que usted ocupa.
-Gracias, señor.
Con ese mar distinto que ya ardía al sol y, perfumándome, con su olor a concha, me embargaba la falda, los muslámenes y las partes retóricas del cuerpo, me dirijo furiosa hasta el lugar de mando de la nave y le digo al capitán de nado:
-Haga usted el favor de pararme en cuanto lleguemos a Tarifa. Iba a clase, me esperaban los alumnos y la dirección del colegio que sabe mis horarios. Aparte de perder la sesión, ya que no podré impartirla, me quedo sin los honorarios y lo que es peor, no hay bus de regreso hasta dentro de un par de horas. Meada, meada voy a estar y con el asco creciendo entre mis carnes. Menos mal que era un refresco.
Así fue, pero cuando no es esto, sucede que es lo otro. En varias ocasiones he visto que no se puede mear a bordo:
-Lo siento, pero el servicio está fuera de servicio. No se puede mear.
Evidentemente, tampoco hay nevera, los asientos no se adaptan a la celulitis vecinal, los respaldos se tumban a dormir y no hay quien los resitúe, el maletero interior moja, mea los bártulos pequeños que subimos a bordo y las monjas, las pobres monjas que viajaban un día, aprovechan el paso de un simpecado para pedirle al conductor de la citada línea:
-Por favor, podría usted parar para ir al servicio.
-Hermanas, cuiden con las bichas –se oye entre el gentío del “over-buking”- es de noche y no hay servicios en la costa –como si fuera aquello de los moros, no hay moros en la costa, los moros ya mearon-.
Las hermanitas bajan y con suma paciencia, detrás de los matojos, se arremangan aquello que, dice la canción: cada vez que te veo me salen chuscas del nabo.
Al fin, luego de la carestía, de la presión bajuna, del desastre inguinal, llegamos a buen puerto. De nuevo, ante nuestros abiertos ojos –ojo del culo en paro y meato enervado con pancartas de insurrección. No digo de la vagina, ella no entraba en estos claustros seminales-, la estación de Algeciras. San Bernardo y todos sus adyacentes celestiales esperándonos... con los servicios fuera de servicio, como es costumbre, y un par de alguaciles, alcauciles, marujas y carritos escoberos dando vuelta a la meca. A la única meca necesaria para los que, sin chilaba ocultista, no podemos soltar el chorro en los asientos.
© DOLORS ALBEROLA, 2006