El pasado viernes, día 24, cuando el sol del otoño
se escondía en los cerros que rodean Jaén, el cáncer se llevó a Manuel Urbano.
Murió con la misma humilde grandeza con que había vivido, levantando casi en
silencio una obra inmensa y cultivando tantos géneros y temas que, a sus
setenta y tres, puede ser considerado, si no acaso por edad, sí por inspiración
e intensidad, decano de la poesía jiennense y, desde luego, el gran polígrafo
de la provincia de Jaén, cuya historia, leyenda, costumbres, tradiciones, folklore
y vicisitudes estudió con rigor y difundió por el ámbito del idioma,
contribuyendo a que aquel viejo hondón, preterido e ignorado, sea en la actualidad,
tal vez no el paraíso interior que pregona la industria turística, pero sí una provincia
conocida, no sólo por sus latifundios olivareros, sus caciques irreductibles y la
pobreza de sus habitantes, sino también y sobre todo por su cultura, sus poetas
y, en definitiva, su gente.
Y los poetas, sin lugar a dudas, tenemos una deuda de
gratitud con él, por su imparcial labor de publicista, por su preocupación por la
voz y la palabra con denominación de origen.
Excelente conversador, amante de deleites gastronómicos
y acérrimo vitalista, sus pasiones –literatura aparte- fueron la vida y, en consecuencia,
la libertad.
Tuvo muchos amigos, que hoy deploramos su pérdida. Nos
queda su obra y el recuerdo imborrable de su luminosa humanidad.
Domingo F. Faílde.-