Un niño muerto es un asesinato en la guerra que sea. Sin importar en qué lugar tanto dolor, anoche, en la Sala Paul –no vayan a creer que es un homenaje al profeta de las pelotas- y en un hacer realmente maratoniano, asistimos a un despliegue de artistas deseosos de que la paz nos cante sus primeras victorias y sus últimas –porque no entre jamás en pugna con su opositora-.
Durante largas horas se llenó el escenario de voces y de cuerpos, poesía, danza, música, mientras en un lateral dos pintores, también poetas, iban dejando muestra de su arte en un enorme lienzo.
El público, pleno de fervor y hermanamiento, entraba y salía, acercándose alegre a la pequeña barra en donde se sirvieron magníficos montaditos y excelentes cervezas y demás bebidas.
Todo un alarde de luz, una canción global por lo que realmente es grande, sería y debió ser el mejor gol del mundo: la paz, la única bandera que debiéramos erguir, sobre las tres palabras que, en su día, bordara Mariana Pineda.
Disfrutamos de una amabilísima compañía y nos complacimos con todo lo que pudimos ver y escuchar; todavía bailan en la memoria, entre otros delirios de hermosura, las notas que Ángel Hortas y los jóvenes violinistas dejaron como exorcismo.
Redacción.-