Todo lo mudará la edad ligera, escribió Garcilaso en su célebre Soneto XXIII. Y Lupiáñez, el poeta José Lupiáñez, que sabe mucho de la costumbre, sus mudanzas y sus laureles, adoptó aquel sujeto como título de su libro: La edad ligera, sí, que supone para la obra de este autor, gaditano por naturaleza y granadino por vocación, un evidente cambio de rumbo, operado, como es habitual en su quehacer, ya largo, sin estridencias ni aspavientos retóricos de ninguna clase, tal vez haciendo honor a la serena y limpia ejecutoria de aquel renacentista que le prestara el título.
El caso es que Lupiáñez, alejado en el tiempo de su Ladrón de fuego, deja atrás ese tono celebrador que alumbró tantos libros y, apostado en el vértice de la edad, cierra acaso la puerta al carpe diem y contempla una realidad que siempre estuvo ahí, acechante y mostrenca, por más que él, un romántico, borracho de belleza, se empeñase en mirar al lado prometeico de la cuestión.
Un cambio, pues, de rumbo, tan simple y sencillo como girar la vista y aprehender los efluvios de lo oscuro para extraer la luz que llevan dentro. Esto es La edad ligera: un intento sublime y desesperado por unir los contrarios en el matraz del verso, buscando con ahínco el oro filosofal que llamamos poesía.
Poesía y muy hermosa la hay en este libro. Desnuda. Descarnada. A veces, indigente. Desvalida. Enternecedora. Porque así es la existencia y ha sabido Lupiáñez destilarla, aromarla, encerrarla en el tarro de las esencias, para hablar desde aquello al hombre de nuestros días, que es el hombre de ayer y de siempre.
Ayer, 7 de febrero, se presentó en la Escuela de Hostelería, unos días después de haber quedado como finalista en el premio andaluz de la crítica. Los buenos libros no tienen prisa: vuelan.
Ante un público numeroso y entusiasmado, Mauricio Gil Cano y José López Romero presentaron y analizaron profusamente las claves de La edad ligera y, luego, el propio autor leyó algunos poemas.
Lo demás, cómo no, vino y rosas.
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© Domingo F. Faílde
- -Jerez, febrero, 2008.-
El caso es que Lupiáñez, alejado en el tiempo de su Ladrón de fuego, deja atrás ese tono celebrador que alumbró tantos libros y, apostado en el vértice de la edad, cierra acaso la puerta al carpe diem y contempla una realidad que siempre estuvo ahí, acechante y mostrenca, por más que él, un romántico, borracho de belleza, se empeñase en mirar al lado prometeico de la cuestión.
Un cambio, pues, de rumbo, tan simple y sencillo como girar la vista y aprehender los efluvios de lo oscuro para extraer la luz que llevan dentro. Esto es La edad ligera: un intento sublime y desesperado por unir los contrarios en el matraz del verso, buscando con ahínco el oro filosofal que llamamos poesía.
Poesía y muy hermosa la hay en este libro. Desnuda. Descarnada. A veces, indigente. Desvalida. Enternecedora. Porque así es la existencia y ha sabido Lupiáñez destilarla, aromarla, encerrarla en el tarro de las esencias, para hablar desde aquello al hombre de nuestros días, que es el hombre de ayer y de siempre.
Ayer, 7 de febrero, se presentó en la Escuela de Hostelería, unos días después de haber quedado como finalista en el premio andaluz de la crítica. Los buenos libros no tienen prisa: vuelan.
Ante un público numeroso y entusiasmado, Mauricio Gil Cano y José López Romero presentaron y analizaron profusamente las claves de La edad ligera y, luego, el propio autor leyó algunos poemas.
Lo demás, cómo no, vino y rosas.
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© Domingo F. Faílde
- -Jerez, febrero, 2008.-