Alejandro López Andrada leyó el pasado viernes en Jerez. Sin duda, su amistad con Antonio Colinas y la presencia de dos títulos suyos en la omnipotente Visor le valieron, en una misma tarde, el premio Fray Luís de León y una exigua plaquette en Pliegos de Agramante, reservados para los VIP de la no menos todopoderosa Fundación Caballero Bonald. Hay que aclarar para los malpensados no faltan al poeta virtudes literarias ni esos extraños méritos que adornan el pedestal de los elegidos: autor de muchos libros de poesía y bastantes novelas, López Andrada supo abrirse camino haciendo las cosas bien. Ahora, como es lógico, ocupa en el planeta de las letras un puesto decoroso, que le abre las puertas del éxito.
Inserto en la corriente que la crítica diera en denominar “ruralismo estético”, debe su indiscutible singularidad a un peculiar sentido de la expresión poética en comunión con la naturaleza y las criaturas elementales que la habitan, al margen casi siempre y a despecho de una cultura urbana, alienante y feroz. Por eso militó en el movimiento de la Diferencia, al cual denuesta ahora, alegando que lo incluyeron en las filas del mismo casi con una pistola en el pecho; y digo yo no fuera para tanto, pues bien contento estaba el día de la presentación de la célebre antología de Garrido Moraga, “De lo imposible a lo verdadero”, allá por la primavera del año 2000. Tibieza y desmemoria sostienen el laurel de los vencedores.
Innnecesariemente, añadiría, pues la obra de López Andrada no anda ayuna de calidad ni está huérfana de interés. Su opción por la belleza no restó ni un quilate a los valores éticos de un discurso que apuesta por lo esencial, por las gentes sencillas, por ese ideal horaciano de vida retirada y tranquila, que él practica, envidiablemente, en el paraíso de su Valle de los Pedroches.
Podría reprochársele, no obstante, su excesiva afición a las asonancias, que, en muchas ocasiones, concluye en monotonía y confiere al poema cierto aire de arcaica gravedad, sin que ni lo uno ni lo otro empañen la belleza de los textos, su reciedumbre estética ni, desde luego, la eficacia significativa de sus imágenes portentosas.
Estuvo en lo que es, en gran poeta, ensalzándose en su humildad. Tampoco le hacía falta este recurso, si en realidad lo era. El favor de los dioses –eso me dijeron de niño- es un don gratuito. Como la inspiración.
© Domingo F. Faílde
Inserto en la corriente que la crítica diera en denominar “ruralismo estético”, debe su indiscutible singularidad a un peculiar sentido de la expresión poética en comunión con la naturaleza y las criaturas elementales que la habitan, al margen casi siempre y a despecho de una cultura urbana, alienante y feroz. Por eso militó en el movimiento de la Diferencia, al cual denuesta ahora, alegando que lo incluyeron en las filas del mismo casi con una pistola en el pecho; y digo yo no fuera para tanto, pues bien contento estaba el día de la presentación de la célebre antología de Garrido Moraga, “De lo imposible a lo verdadero”, allá por la primavera del año 2000. Tibieza y desmemoria sostienen el laurel de los vencedores.
Innnecesariemente, añadiría, pues la obra de López Andrada no anda ayuna de calidad ni está huérfana de interés. Su opción por la belleza no restó ni un quilate a los valores éticos de un discurso que apuesta por lo esencial, por las gentes sencillas, por ese ideal horaciano de vida retirada y tranquila, que él practica, envidiablemente, en el paraíso de su Valle de los Pedroches.
Podría reprochársele, no obstante, su excesiva afición a las asonancias, que, en muchas ocasiones, concluye en monotonía y confiere al poema cierto aire de arcaica gravedad, sin que ni lo uno ni lo otro empañen la belleza de los textos, su reciedumbre estética ni, desde luego, la eficacia significativa de sus imágenes portentosas.
Estuvo en lo que es, en gran poeta, ensalzándose en su humildad. Tampoco le hacía falta este recurso, si en realidad lo era. El favor de los dioses –eso me dijeron de niño- es un don gratuito. Como la inspiración.
© Domingo F. Faílde