En España, la libertad de expresión va camino de convertirse en pura virtualidad. Con el agravante, eso sí, de que ni tan siquiera en los vastos dominios de Internet se inviste su ejercicio de cuantos requisitos y cualidades le confieren tal nombre, a imagen y semejanza de una idea platónica, demasiado platónica para ser real.
En los años difíciles, era precisamente esto: palabra subrepticia, clandestina; un grito que brotaba del silencio, de las negras entrañas del espanto, de la entretela de la negación. Alguien clamaba “¡Libertad!”, esa palabra impura –que así la adjetivaba el poeta fascista José María Pemán en el impresentable “Poema de la bestia y el ángel”- y salía corriendo calle arriba, llevándose el semblante de la voz, la progenie de aquel clamor secreto que se resuelve en queja. “¡Libertad!”, dice otro. Y otro, en un rincón, temblándole el aliento, repite “¡Libertad!”, mientras una maraña de uniformes asfixiaba con su ceniza el eco reprimido de la imposible consigna: Libertad, libertad; una sábana blanca con el vocablo en rojo, sangrando bajo los cascos de los caballos.
No podía nombrarse. Ninguna boca la invocaba acaso y circulaba muda por las callejas del extrarradio, temerosa de ser descubierta, detenida, procesada, bajo cargo de subversión. Por su causa, afrontaba la gente persecuciones, cárcel, la muerte misma, que no es muy diferente a una vida penada, irrespirable.
Entonces, la censura tenía rostro. Era un hombre enfundado en su guerrera, un funcionario oscuro con mirada de cuervo, un alcázar marmóreo, una selva de bayonetas, un nublado que escupe pavor. Ahora no. Los censores son un virus que infunde recelo: ¿qué pensarán de mí si digo esto?, ¿qué consecuencias pueden traerme mis palabras?, ¿qué será de mi empleo si afirmo lo contrario?, ¿qué ocurrirá si éste o aquel se entera? Y uno empieza a borrar los vocablos malditos, suaviza la expresión por no ofender a nadie y termina omitiendo, callando, sepultando en silencio la ignominia, no sea que le nieguen el saludo, lo despidan de su trabajo, le den la espalda en club, yo qué sé, miedo al miedo, temor a que las cámaras te delaten, a que un troyano te despatarre el ordenador y un vampiro succione tu intimidad, diseccione tus pensamientos y te encierre con nombres y apellidos en alguna lista siniestra, carne de seguimiento, materia de sospecha, ciudadano indeseable.
Por eso nadie opina en foros ni mentideros. Ni siquiera cubriéndose el pelaje con el antifaz de un seudónimo. “Silencio, a callar he dicho”, como Bernarda Alba. Aquí nadie replica. Uno deja el mensaje en la pantalla, y al cabo de los meses sigue allí, solitario, oculto por una maraña de moscas que defecaron alrededor sus sandeces en triste idioma. Nadie dice ni mu, no vaya el replicado a ser un mandamás. “Silencio, a callar he dicho”. Veinte años, poniéndole punto a la i, tocándole las narices a tantísimo reaccionario, y nada. Silencio. Nadie se atreve a rebatir, refutar, impugnar, desmentir, oponerse.
Sueño con que, algún día, al abrir algún web u ojear un periódico, alguien me haga encontrar la horma de mi zapato y me vista de limpio con razones contrarias. Si ocurriese el portento, buscaría al firmante por todo el planeta y, en lugar de batirme con él a bastonazos, le invitaría a unas copas de Ribera del Duero, celebrando, como el protagonista de “Casablanca”, el principio de una gran amistad.
Vivimos en la sociedad del “buen rollo”, pero no es verdad. El respeto no implica, necesariamente, temor. Tampoco enemistad la discrepancia. Ni hay por qué resignarse cuando se empeñan en endosarnos gato por liebre. El servilismo y la democracia son antagónicos. También la dignidad, por descontado. Y el origen de sus raíces: pese a quien pese, la libertad.
© Domingo F. Faílde
La Cueva del Lobo, 2005