Las cosas que nos hieren, las que nos hacen daño o las que, simplemente, nos infunden temor, suelen venir en olas: la ola de frío, la ola de calor; la ola de erotismo que nos invade, la ola de puritanismo made in USA, la ola de crímenes, la ola de robos, la ola de atentados. Y es que, a veces, el río de la vida se pone cuesta arriba y, por la propia ley de la gravedad, sucede lo que todo el mundo sabe, que a quien escupe al cielo le cae encima su audacia, la corriente se empoza, crece el nivel de agua y el pequeño torrente se nos convierte en mar, el mar de Jorge Manrique, suma y resta de todos los ríos, suma y resta de todas las vidas; el mar, que es el morir.
Nadie debe alarmarse, más allá de alarma necesaria de sabernos inmersos en un imprevisible artefacto que, fruto él mismo de una explosión, acabará explotando con nosotros dentro. Es el riesgo de la existencia, asumida como aventura cósmica. La propia eternidad se adivina inestable, pues la quietud implica perfección y lo perfecto, acabado o definitivo otra cosa no puede generar sino un éxtasis infinito del que nadie pudiera ser consciente.
O dicho de otro modo: desde que el mundo es mundo, todas las cosas cambian y allí donde, en el tiempo que corresponda, escribo el verbo cambiar, se podría escribir cataclismo. Eso es: el mundo se ha formado a fuerza de cataclismos, y a fuerza de otros tantos, más los que han de venir sin duda alguna, continuará formándose. Y así sucesivamente, aunque el hombre no exista para verlo.
Ocurre, sin embargo, que, habituados a mirarnos el ombligo, tanto como individuos que como especie, concebimos el tiempo y el espacio a medida de nuestra pobre experiencia, de manera que, cuando vemos con telescopio la muerte de una galaxia, el nacimiento de una estrella o la voracidad de un agujero negro, pensamos que estos hechos ni nos atañen ni nos afectan, creyéndonos a salvo en el jardín del edén.
Craso error. La distancia astronómica, medida en años-luz, puede ser impensable para el hombre, pero menos para la humanidad y nada, prácticamente, para un Universo que nos excede y en el que cada pieza, incluso aquellas que nos parecen desacopladas, encajan en el todo, arrastrándose unas a otras en ese gran marasmo del Ser. Lo que hoy se nos muestra como espectáculo y genera magníficos fotogramas en los documentales de la televisión, pueden ser un mal día esa ola de frío o de calor, esa ola de terremotos, esa ola gigante que le lama las tripas a un planeta en el que el hombre actúa.
Porque, no nos llamemos a engaño, el hombre no es un mero espectador, por más que a este papel nos vayan reduciendo los poderes terrestres. Acaso nos creemos que, en el concierto cósmico, nos tocó la función de mirar. Y es mentira. Relegados a un mísero suburbio, en el extrarradio de una triste y pequeña galaxia, tenemos voz y voto o, al menos, arte y parte en todo lo que ocurra por esos mundos.
De momento, nuestra historia –minúscula- narra la lucha de una criatura hermosa contra una naturaleza siempre hostil. A veces, gana el hombre la partida. Pero el hombre es también naturaleza. Y ésta, bien lo hemos visto y sufrido, suele incluir el IVA en su factura. Como los bancos, dicho sea de paso. Como una ola.
La literatura de nuestros días suele volver la espalda a estos sucesos. Ha alcanzado tal grado de onanismo que ni siquiera se mira el ombligo, limitándose a empollar el huevo podrido de su vanidosa insignificancia. Es lo normal en tiempos de decadencia. En estos, sin embargo, el culto a la belleza de otras épocas ha sido reemplazado por un atroz feísmo que nos impulsa a la ordinariez, en nombre de una falsa, imposible igualdad, que siempre chocará con la ferocidad del mercado y el cinismo de sus patrones. Ésa es otra ola. Pero, al lado del Tsunami devastador, queda apenas en vaso de agua, que arrojara de grado a la cara de algunos.
© Domingo F. Faílde
La Cueva del Lobo, 2005
Nadie debe alarmarse, más allá de alarma necesaria de sabernos inmersos en un imprevisible artefacto que, fruto él mismo de una explosión, acabará explotando con nosotros dentro. Es el riesgo de la existencia, asumida como aventura cósmica. La propia eternidad se adivina inestable, pues la quietud implica perfección y lo perfecto, acabado o definitivo otra cosa no puede generar sino un éxtasis infinito del que nadie pudiera ser consciente.
O dicho de otro modo: desde que el mundo es mundo, todas las cosas cambian y allí donde, en el tiempo que corresponda, escribo el verbo cambiar, se podría escribir cataclismo. Eso es: el mundo se ha formado a fuerza de cataclismos, y a fuerza de otros tantos, más los que han de venir sin duda alguna, continuará formándose. Y así sucesivamente, aunque el hombre no exista para verlo.
Ocurre, sin embargo, que, habituados a mirarnos el ombligo, tanto como individuos que como especie, concebimos el tiempo y el espacio a medida de nuestra pobre experiencia, de manera que, cuando vemos con telescopio la muerte de una galaxia, el nacimiento de una estrella o la voracidad de un agujero negro, pensamos que estos hechos ni nos atañen ni nos afectan, creyéndonos a salvo en el jardín del edén.
Craso error. La distancia astronómica, medida en años-luz, puede ser impensable para el hombre, pero menos para la humanidad y nada, prácticamente, para un Universo que nos excede y en el que cada pieza, incluso aquellas que nos parecen desacopladas, encajan en el todo, arrastrándose unas a otras en ese gran marasmo del Ser. Lo que hoy se nos muestra como espectáculo y genera magníficos fotogramas en los documentales de la televisión, pueden ser un mal día esa ola de frío o de calor, esa ola de terremotos, esa ola gigante que le lama las tripas a un planeta en el que el hombre actúa.
Porque, no nos llamemos a engaño, el hombre no es un mero espectador, por más que a este papel nos vayan reduciendo los poderes terrestres. Acaso nos creemos que, en el concierto cósmico, nos tocó la función de mirar. Y es mentira. Relegados a un mísero suburbio, en el extrarradio de una triste y pequeña galaxia, tenemos voz y voto o, al menos, arte y parte en todo lo que ocurra por esos mundos.
De momento, nuestra historia –minúscula- narra la lucha de una criatura hermosa contra una naturaleza siempre hostil. A veces, gana el hombre la partida. Pero el hombre es también naturaleza. Y ésta, bien lo hemos visto y sufrido, suele incluir el IVA en su factura. Como los bancos, dicho sea de paso. Como una ola.
La literatura de nuestros días suele volver la espalda a estos sucesos. Ha alcanzado tal grado de onanismo que ni siquiera se mira el ombligo, limitándose a empollar el huevo podrido de su vanidosa insignificancia. Es lo normal en tiempos de decadencia. En estos, sin embargo, el culto a la belleza de otras épocas ha sido reemplazado por un atroz feísmo que nos impulsa a la ordinariez, en nombre de una falsa, imposible igualdad, que siempre chocará con la ferocidad del mercado y el cinismo de sus patrones. Ésa es otra ola. Pero, al lado del Tsunami devastador, queda apenas en vaso de agua, que arrojara de grado a la cara de algunos.
© Domingo F. Faílde
La Cueva del Lobo, 2005