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CONVOCATORIAS

CONVOCATORIAS

Martes 5 de noviembre
19,00 h.
Ateneo de Jerez
Encuentro literario hispano-marroquí. Lectura poética.
Poetas marroquíes:
Hassan Najmi, Mourad El Kadiri, Boudouik Benamar, Azrahai Aziz, Khalid Raissouni, Ahmed Lemsyeh, Jamal Ammache y Mohamed Arch.
Poetas gaditanos:
Josefa Parra, Dolors Alberola, Domingo F. Faílde, Mercedes Escolano, Blanca Flores y Yolanda Aldón.
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28 de agosto de 2009

'Airiños, airiños, aires...' Crónica breve y apresurada de un viaje a Galicia



No sé qué tiene Galicia, pero lo cierto es que atrae a sí, te pega a su natura, como un electroimán, y te hace imposible el destete, cuando el retorno obligado te va alejando de su verdura y, lejos de sus bosques, costas y santuarios, uno se siente náufrago y zozobra en la estepa de León y Castilla, hundido por el peso de la melancolía.
Saudade, llaman a esto los naturales. Una añoranza inmensa que apenas nos permite sino soñar, pues ni siquiera ordenar unas letras es viciosa tarea para quien sólo vive recordando.
Se siente, se siente: acabamos de regresar de un viaje a Galicia, el más hermoso, sin lugar a dudas, de la presente década. La Ruta de la Plata nos plantó en la vetusta Zamora y allí, para abrir boca, almorzamos rápidamente y nos emborrachamos de románico, que hubo de acompañarnos a lo largo de todo nuestro periplo. Luego, al amanecer, emprendimos viaje de nuevo y, tras sendas escalas en Benavente y Astorga, que nos llevaron toda la mañana, la autovía nos puso en Cebreiro, puerta del mundo céltico, en una de cuyas tabernas saciamos la gazuza con buenas carnes y excelente vino. La bellísima aldea -de indudable sabor celta- nos despidió a media tarde y así, bordeando la ruta jacobea, nos fuimos acercando a Monforte de Lemos, en cuyo entorno nos aguardaba una casa rural muy pintoresca, destinada, por espacio de dos días, a servirnos de base de operaciones. Desde allí visitamos la boscosa comarca monforteña, los espectaculares cañones del Sil y esa que denominan Ribeira Sacra por sus muchos monasterios (casi todos abandonados) y numerosas iglesias románicas, disímiles en valor y estado de conservación.
La tercera jornada en aquellos parajes tenía como meta otra casa, uno de tantos pazos habilitados como hospedería, al que por fin llegamos, luego de larga escala en la pintoresca Betanzos, que recorrimos después del almuerzo y a la que despedimos con un soberbio café, bajo los soportales, antes de poner rumbo a La Coruña y cenar pantagruélicamente en la célebre calle Real, reservándonos la visita al Ayuntamiento para la digestión. No hará falta decir que, a la llegada, habíamos visitado la Torre de Hércules y la increíble ría ferrolana.
Al día siguiente, una vez que la ducha borrara las señales de una noche en las nubes, aguardaba la Costa da Morte, el roquedal terrible que ciñe aquellas aguas apocalípticas, de espeluznante belleza: Ponteceso, Cabana, Laxe, Camelle, Camariñas, Muxía y el cabo Vilán fueron poniendo en nuestras pupilas los detalles más mágicos de esos parajes indescriptibles, hasta que el occidente nos sorprendió en Malpica, dando cuenta del exquisito marisco que es gala en toda la región.
Visitar Santiago de Compostela era casi obligado, aun cuando, en mi opinión, su mítica catedral, excesiva y sobrevalorada, no iguala en mérito e interés a las de ciudades tan próximas como Ourense, Lugo y, desde luego, Zamora. La ciudad, sin embargo, abre para el viajero las puertas de la Edad Media y es un gozo perderse en las vetustas rúas, mirando soportales, balconadas, iglesias y aun las losas graníticas de su pavimento. Comimos, bebimos, anduvimos, las mujeres compraron recuerdos y, bajo un sol ardiente, culminamos el día en tierras orensanas, donde otro antiguo pazo -sin duda, el mejor de cuantos nos acogieron- nos ofreció el amparo de sus muros, el frescor de su lujuriosa arboleda y la encantadora e inteligente hospitalidad de sus propietarias que, entregándonos la suya, supieron granjearse nuestra amistad.
La Galicia más áspera se abría ante nosotros. La capital, desde luego, con su asombrosa sede catedralicia, en románico de transición y con un sorprendente cimborrio. O pueblos medievales como Allariz y el mágico Ribadavia, cuyas tabernas, ancestrales también, acercaron a nuestras fauces el más delicioso vino de aquellos pagos.
Y, como nada dura ni perdura ni la madre que lo parió, llegó el momento de decir adiós, entonar el navarro pobre de mí o cantar la socorrida horterada de adiós con el corazón, mientras el coche, a cientitantos kilómetros por hora, avanzaba junto al Miño y los verdes farallones de Portugal.
Ay, qué tristeza. El lago de Sanabria terminaría quitando del paisaje la verde orgía que nos acompañara para dar paso al ocre de las tierras leonesas y la estameña de sus soledades: Zamora, una vez más, Salamanca, con el recuerdo -y el pensamiento- de don Miguel de Unamuno y la galana prosa de Carmen Martín Gaite, Béjar, como un islote de frescor en medio de tanto páramo... y, en fin, Extremadura, tan zahareña que, haciendo honor a su nombre, ni comida tenía; y, si no nos morimos de hambre, fue porque, hospitalarios a su manera, los judíos de Hervás nos dieron de comer y beber, mientras los termómetros, a la sombra, rebasaban la línea de los cuarenta... Andalucía, pues, estaba cerca. Dejando a un lado Cáceres, pernoctamos en la gárrula Montánchez, villorrio indigno de su monumental castillo y del muy recio vino de pitarra, que a tantos gañanes habrá tumbado. Mas, como quiera que sus moradores se encontraban en fiestas y andaban por las calles borrachos, no hubo forma de descansar.
Lo demás no reviste demasiada importancia. Maltrechos y cansados, luego de una mala noche en una mala posada, como dijo Teresa de Ávila, pusimos rumbo a Jerez, donde llegamos a la hora de poner la mesa: un par de huevos fritos constituían todas nuestras reservas. La añoranza no nos dejaba vivir. La siesta nos salvó.
  
© Domingo F. Faílde.-