Muchos fueron los
asistentes al acto de presentación del libro Todos los trenes mueren en línea
recta, de Dolors Alberola, que tuvo lugar anoche en Damajuana. Por asistir,
incluso la lluvia hizo acto de presencia, obligando a la organización a desplegar
la carpa impermeable, un incidente que tanto el público como los intervinientes
se tomaron con buen humor. Y es que el agua de otoño era tan necesaria como la
propia poesía.
Antes, se había
proyectado un vídeo significativo, realizado para la ocasión por la poeta
valenciana Rosa Iglesias, cuya magia y habilidad en la mezcla de imágenes y
sonido crearon una magnífica herramienta para crear ambiente y anticipar el
espíritu del libro presentado.
La presencia del tren en la poesía -en
palabras de Domingo F. Faílde, edecán de la ceremonia- es casi tan antigua como
la implantación del ferrocarril como medio popular de transporte. Así, pues,
desde 1830, aparecerá con alguna frecuencia en la obra poética de muchos
autores y es posible que hoy, en plena era de la alta velocidad, sea raro el
poeta que no lo haya nombrado.
En España, fue
Bécquer el primero que, en su faceta de periodista, se hace eco de aquel
invento revolucionario, que, unos años más tarde, irrumpirá con fuerza en la
obra de Campoamor -¡quién no recuerda su célebre poema El tren expreso!- y, no mucho después, Antonio Machado le dedica un
poema, describiendo en él sus viajes, a bordo de un humilde vagón de tercera.
El futurismo y las demás vanguardias contribuirán a la literaturización del
ferrocarril, a través de textos poéticos y, sobre todo, por medio de la
pintura. Finalmente –por no extendernos en obviedades- recordamos a bote pronto la Oda a los trenes del sur, de Pablo Neruda, Trenes,
de Rafael Alberti, y El tren de los
heridos, de Miguel Hernández, a todo lo cual tendríamos que añadir un
larguísimo etcétera.
En la obra de
Dolors Alberola, había aparecido con anterioridad. A finales del verano de 2003
aparece su libro El útimo tren, en el
que el ritmo de la locomotora acaso se confunde con los latidos del corazón,
perfilando una hermosa metáfora de la vida, a través del sentimiento amoroso:
amor al hombre amado, amor a la belleza, amor a la poesía, dejando que los
mitos informen una historia que, al trascender la anécdota, apunta al fundamento
de nuestra propia interioridad.
Faltaba, sin
embargo, ampliar la metáfora, expandiendo su proyección y apuntando a objetivos
más humanos y universales. El algunos inéditos de Alberola, encontramos de
nuevo su obsesión por el tren, demostración palpable del acierto de Freud, que
lo incluye en su nómina de símbolos de la muerte. El célebre psicólogo
olvidaba, al parecer, que, antes de llegar a su destino, el tren efectuaba un
largo recorrido, deteniéndose en numerosas estaciones y brindando su espacio en
movimiento a aventuras y avatares de toda índole.
A Dolors Alberola
–que, como dijo de ella Ana Sofía Pérez Bustamante, vive siempre en un continuo éxtasis poético- le
sorprendió la inspiración a finales de 2010, cuando, a bordo de un AVE, se
dirigía a Madrid. Al llegar a La Sagra, enfrente de Toledo, se divisa desde el
viaducto un extraño paisaje: kilómetros y kilómetros de vías muertas, ocupadas
por otros tantos kilómetros del que sospecho sea el tren más largo del mundo,
formado todo él por material de desecho, no sé si destinado a la reparación, al
desguace o al Tercer Mundo. Había encontrado, al fin, la metáfora que buscaba y
el título consiguiente: Todos los trenes
mueren en línea recta.
La propia autora,
en el transcurso de una reciente entrevista, lo explica de este modo: Allí [en La Sagra] pude ver la gran metáfora de la muerte; también los trenes abandonan la
vida tiesos, rectos, inmóviles. Me gusta que los libros no sean solamente el
resultado de unas sensaciones y, mucho menos, vacuos. Yo estudio cuando los
escribo; si son trenes, viajo en la palabra por cada estación que desea formar
parte de esa historia, analizo, rehago, recreo, dejo ser a las novísimas
estaciones, que ya no son la que eran y, entre ellas y yo y esos vagones del
cementerio ferroviario, elevamos la obra. Obra que es metáfora y fusión de
engranajes y vidas, de quietudes y muertes, pero sobre todo de abandono, como
los trenes muertos de la citada estación.
El discurso
poético se articula en tres partes nítidamente delimitadas, a pesar de las
dificultades que entraña el tránsito continuo de la voz lírica por unos
elementos tan íntimamente relacionados que no siempre nos muestran sus límites
y es la propia poeta quien debe buscarlos, explorarlos, fijarlos, a fin de
evitar reincidencias, trasvases temáticos y, en suma, oscuridad, que es lo
contrario de lo que pretende este libro, construido con claridad sobre
elementos sólidos, realidades tangibles y transversalidades atractivas, siempre
al servicio de una visión del mundo, la existencia, la coexistencia y la
historia, en un viaje de la vida a la muerte, de lo trivial a lo trascendente,
de lo absurdo y sin sentido a la esperanza y la luz, todo ello tutelado por la
belleza, una belleza inmóvil, como el paisaje, pero del mismo modo y también
como éste, capaz de sucederse y renovarse, sea cual fuere la velocidad de la
marcha, pues si la idea se reputa eterna, su concreción varía con el espacio y
el tiempo, sin por ello perder jamás el rumbo.
Viaje, Estaciones y Sueños de la materia son los títulos de las tres partes a que nos
referíamos. En todas ellas, la estructura de la metáfora viene a ser similar:
la imagen nos remite, paradójicamente, a elementos reales del transporte
ferroviario que, a través del discurso poético, conducen al lector hasta un
término real; y, mientras la primera posee un indudable simbolismo, el segundo
aterriza en la existencia para descomponerla en sus constituyentes, componiendo
un mosaico capaz de condensar la historia humana, las elaboraciones de la filosofía
y, lo más importante, la lucha de individuos y pueblos contra la adversidad, la
opresión y el dolor. La poeta consigue, pues, hacernos emprender un viaje
total, cuyo trayecto –desde el punto de vista de la experiencia lectora- ella
misma sintetiza en estas frases: Mis
trenes son diferentes de otros trenes, sencillamente porque yo soy diferente,
como cada ser, de los dueños de esas otras estaciones. En mi tren podría subir
la mujer ésa que llevaba una alcuza y yo la recibiría de buen gusto. Quizás no
deseara nunca que en uno de sus vagones Campoamor redactara su historia. Ha de
cambiar la historia y ha de cambiar ese signo nefasto que la mantiene sucia.
Quizás lo que les pasa a mis trenes es que cruzan de un mundo hasta otro mundo,
aniquilando el tiempo y el espacio y regenerando cosas que ya crecían muertas.
Pese al tono
enigmático de estas palabras, el viaje poético de Dolors Alberola transcurre
con claridad. En la primera parte, Viaje, los billetes de tren, la ventanilla,
el silbato del Jefe de Estación, los compañeros de compartimento o la figura
del revisor, nos remiten al mundo, más allá ciertamente del espacio y el
tiempo, concebido como una ruta trazada de antemano, cuyo final ignora el
individuo pero no acaso la humanidad, consciente de que, como leemos en uno de
los poemas, no tenemos más libro que el
que ve, la ventanilla llena. No tiene más remedio que marchar, entregar el
billete que le conduce a dónde, saltar contra la vía, no creer, ver que el
mundo no tiene más puerta de salida.
En Estaciones, la parte segunda y central
del libro, tal vez la más brillante e ingeniosa, nos topamos con un catálogo
sorprendente de estaciones reales. Unas, transitadas por la propia autora;
otras, visitadas virtualmente o a través de diversas lecturas; todas, llenas de
vida y bullicio o de abandono y desolación; también de hechos e historias
verdaderos, que la autora investiga e incorpora al discurso. Estaciones, que
son los hitos de nuestro recorrido y están llenas, por tanto, de jirones de
nuestra propia existencia, que dan testimonio de nuestro paso. La descripción
de estos escenarios –algunos, como luego se verá, bastante curiosos- dispara el
pensamiento de Alberola; la realidad abrirá las compuertas a la fantasía, ésta
disparará la intuición y, finalmente, la intuición va fraguando la reflexión.
Los poemas, llenos de luz y colorido a veces, pero también de sombras y contrastes, acaban casi siempre en
versículos de tono sentencioso que, sin incurrir jamás en la moraleja, nos
abren un atajo para encontrar el término real de la metáfora, y así, por citar
un ejemplo bellísimo e inquietante, leemos como cierre del dedicado al London
King’s Cross: Quién dijo que el sonido
que emiten al morir los gorriones no invade los andenes y se oculta entre el
lento chirriar de vagones y máquinas.
Y llegamos a la
tercera parte, Sueños de la materia,
que cierra el libro y es la más breve del mismo, con sólo tres poemas. A imagen
y semejanza de las viejas sextinas que, allá por el siglo XI, escribían los
trovadores provenzales, la autora ha puesto al libro una contera, es decir, un
pequeño resumen del discurso, aunque, a diferencia de lo que ocurre con las
sextinas, ella forja la suya con poemas independientes, dotados de vida propia.
Sin embargo, no
cabe colegir que esta adenda tan breve sea tan sólo un alarde de
constructivismo, sino que obedece, por el contrario, a una necesidad: acabado
el viaje, quedan atrás billetes, paisajes y estaciones; ahora, sin
desprendernos de esa realidad, nos encontramos en el dominio de la esperanza.
Incluso la materia –hierros, maderas, grava, tela, cartón, cristal, etc., etc.-
tiene la cualidad de soñar y es, por tanto, lo mismo que el ser humano,
portadora de utopía. De la fusión de ambas, surge la magia de lo insólito y
aflora la poesía. Es el caso de cierta estación de nombre largo e
impronunciable, del tren flotante o de otro edificio ferroviario cuyo diseño
arquitectónico es la figura de una mantis religiosa. A pesar de la noche, la
luz: El tren corta el espacio, trunca, al
paso, la oscuridad en dos, cuando brilla la noche.
Se dice, no sin
razón, que toda gran poesía es una suma con dos sumandos: un tema de los
denominados eternos y una expresión distinta, original, en la cual intervienen
a su vez dos vectores, el estilo de época y la voz personal del poeta. Éste es
el caso de Todos los trenes mueren en
línea recta, donde los grandes misterios que rodean al hombre se visten de
aquella luz no usada, que dijera Fray
Luis de León.
La de Dolors
Alberola parte, más que de la contravención de la métrica usual, de su liberación, de permitir que fluya en libertad. Sin
menoscabo de la música, deja que el verso se le derrame, como rebosa un vaso,
se salga de su cauce e invada un territorio comúnmente reservado a la prosa.
Sin embargo, no es prosa: son versículos largos, que han cobrado autonomía y
han emprendido el vuelo, pues también el lenguaje viaja en este libro, rompe
moldes y elimina fronteras. Ni prosa ni verso, en el sentido estricto de uno y
otro concepto, sino sola poesía transustanciada en voz.
Los milagros, no
obstante, son fruto del esfuerzo, pero también del talento. La propia autora
dijo: Trabajo constantemente con el fin
de desbrozar lo hecho e indagar nuevos caminos. Pero afirma también: no disecciono el verbo como en un
laboratorio, más bien dejo que las palabras nazcan, crezcan, vuelen hasta el
papel y luego hasta los ojos. No clasifico, no sigo más estructura que la que
la estética me imprime en el deseo. Si lo que viene en estos libros fue ya o no
fue, no es tema que me atrape o rechace. Vivo cada palabra y ellas me van
robando la existencia y purificando el aire para poder vivir en esta insensatez
que llevamos a cuestas en el mundo. El poema, en sus manos, es siempre una sorpresa,
un sobresalto continuo, a los que nadie puede sustraerse, y, desde luego, un
arma, porque el futuro ya es presente y
el mundo precisa de estas armas y de esa inteligencia que las mantiene limpias,
en orden, preparadas para decir que no e intentar al menos nuestro sueño. Si es
que aún quedan hombres, si es que aún quedan sueños. La poesía ha de ser un
arma cargada de presente contra la más acuciante y casi muerta actualidad.
Una breve lectura
de poemas y la firma de ejemplares por la autora pusieron fin a un acto que
resultó brillante y entrañable.
Redacción.-